La muerte de Alexéi Navalni

Paco Moncayo Gallegos

Nada de lo que sucede en cualquier parte el mundo, cuando afecta a los derechos fundamentales de las personas y las comunidades, puede ser mirado con una actitud indiferente; por el contrario, es importante que el acontecimiento sea analizado en sus causas más profundas para condenarlo y para que, además, sirva como advertencia a fin de evitar que hechos similares puedan replicarse en el entorno más cercano.

Alexéi Navalni fue un líder político, el más fuerte opositor y crítico del presidente Vladímir Putin. Se lo condenó a 19 años de prisión, luego de un largo y penoso proceso judicial, acusándolo de malversación de fondos, de apoderarse de millonarias donaciones otorgadas a su partido y, finalmente, de crear y financiar una organización extremista.  Navalni ha rechazado todas las acusaciones, mientras que sus partidarios han denunciado que se trata de una persecución política.

Se supo en 2020, que había sido envenenado mediante la exposición a un gas nervioso, razón por la cual fue trasladado a Alemania a recibir tratamiento; al recuperarse, retornó a Rusia donde fue inmediatamente arrestado. A finales del año pasado, se le trasladó a una colonia penal del Ártico, una de las más duras e inhóspitas del país. Allí falleció, de muerte natural, según informe oficial. Tenía 47 años.

Cuando su madre reclamó que se le permita retirar el cadáver, el Estado respondió inicialmente con dilatorias; pero luego de una indignada presión interna e internacional, ha podido verlo, aunque, según denuncia, la: “… están chantajeando, están poniendo condiciones sobre dónde, cuándo y cómo debe ser enterrado mi hijo».

Su viuda, Yulia Navalnaya ha culpado al presidente Vladímir Putin por la muerte y ha declarado su voluntad de continuar con la lucha: “Al matar a Alexéi, Putin mató a mi mitad, la mitad de mi corazón y la mitad de mi alma. Pero me queda otra mitad y esta me dice que no tengo derecho a rendirme”.

Hechos lamentables como este deben servir para valorar la democracia. Donde las funciones del Estado son independientes y la competencia por el poder es diáfana, son menos probables los desafueros del poder. Las autocracias, por el contrario, son proclives al irrespeto de los derechos humanos y las libertades políticas.