Una familia de “chamiqueros” en Vilcabamba

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Alejandro Ruilovde(+) de 98 años, y su mujer Carmen Sanmartín algo menor de edad, formaban una familia excepcional de “chamiqueros”.

Él, de joven, que hasta la Reforma Agraria de 1963, era “arrimado” de la hacienda grande del lugar; siempre fue un comunista de élite, porque había leído lenta pero atentamente una versión resumida del Capital de Marx que le regaló el escritor de “Los Campesinos de Loja y Zamora”, Jaime Galarza Zavala en 1976;  y, el Manifiesto del Partido Comunista de Mao Tze-Tung que alguien de la Universidad Nacional de Loja también le había dado.

A los dos textos los guardaba en los bolsillos de atrás de su pantalón,  para leer en cualquier lugar y en cualquier momento.

En la parcela de tierra  que recibió por concesión de la ley que dictó la Junta Militar de Gobierno,  presidida por el Contralmirante Castro Jijon, tuvo espacio suficiente para sembrar de todo un poco; especialmente plantas de tabaco; arbusto elegante,  de grandes hojas, de un verde claro y una bella flor. 

Se secaban las hojas al sol insertadas de una en una en el alambre que las colgaba, de pilar a pilar,  hasta estar bien secas; las que luego se enrollaban con cuidado para hacer el “guando” o atado,  bien apretado con una soguilla, anillando las hojas que terminaban por compactarse con el peso de las

grandes piedras que las prensaban por varios días hasta convertirse en una especie de abano gigante de unas 3 o 4 libras; el que rebanando finamente con un afilado machete se transformaba en las virutas de tabaco que se envolvían con la ayuda de la saliva,  al final del canutillo.

Y que veinte juntos formaban un atado de chamicos que costaba 20 centavos de sucre, cuando la cajetilla de cigarrillos Chesterfield y Lucky Strike costaban 2 sucres.

Luis y Carmen sentados en una banca de su casa frente a la calle armaron  los “chamicos” por el resto de la vida, con una ligereza tal que no les impedía tomar café, fumar él sin parar y conversar al mismo tiempo con sus familiares y amigos que se apostaban en la vereda para hablar de todo lo que ocurría en ese bello pueblo de longevos donde nadie,  nunca, se quejó de ninguna enfermedad por haber fumado toda su vida “chamicos”.

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