Por un país de lectores

Los ecuatorianos leemos muy poco y nada se hace para cambiarlo. El problema comienza con deficiencias fundamentales de infraestructura: la gran mayoría de ecuatorianos no tiene acceso a libros adecuados para su nivel de lectura. Pese al costo nominal y a los gigantescos beneficios que implica, Ecuador carece de un red de bibliotecas públicas con material de lectura acorde a su gusto y necesidades.

Apenas seis de cada cien escuelas públicas tienen una biblioteca.

La virtual desaparición de la industria editorial ecuatoriana terminó de convertir al libro en un objeto de lujo, patrimonio de esa selecta élite bendecida con el hábito de la lectura y los recursos para cultivarla.

Plagados de autoridades y docentes que exigen lecturas inútiles y poco placenteras, la mayoría de escuelas y colegios solo logran alejar irremediablemente a sus alumnos de la literatura por el resto de sus días. Cuando las iniciativas culturales y planes de lectura se diseñan pensando primeramente en el bienestar de literatos y promotores, antes que en los jóvenes lectores, los resultados son insignificantes -pero evidentes-.

Nada de esto es nuevo, pero se agravó tras la pandemia. El Instituto Nacional de Evaluación Educativa debe aportar la información que permita cuantificar y georreferenciar el retroceso experimentado por los alumnos. Ahora que en la Sierra vienen las vacaciones, se debe aunar esfuerzos de museos, bibliotecas, instituciones educativas y las flamantes administraciones locales para generar programas que permitan cerrar brechas que otros países irán solventando, dejando a nuestros jóvenes en mayor desventaja que antes.