La infraestructura educativa refleja el desdén del Estado

El sistema educativo público está pagando una abultada cuenta por la crisis energética y los desastres del momento. Además de sufrir los apagones, 418 escuelas se encuentran severamente afectadas, 30 de ellas con daños estructurales, y las lluvias continuarán. No se trata de hechos súbitos o fortuitos, sino de la consecuencia lógica de la negligencia y la procrastinación al momento de lidiar con las deficiencias del sistema educativo. Desenlaces como estos sí pueden prevenirse con elemental planificación y la infraestructura adecuada; para variar, las consecuencias recaerán sobre los más jóvenes.

Desde la pandemia, la asistencia a las aulas se ha convertido en una variable de ajuste que las autoridades manipulan a su gusto. Los pretextos para la suspensión de clases sobran: desde los comicios y la seguridad, hasta los apagones. Los protocolos internacionales recomiendan que suspender clases sea siempre un último recurso, pero aquí se asume como una de las primeras medidas a emplear.

Es inevitable que ese mismo desdén por la educación, esa facilidad para prescindir de ella que exhibe el Estado contagie a la población. En la Costa se registran ya 60 mil estudiantes menos que el año anterior —cerca del 2% del total— y en la Sierra todo apunta a que la cifra será similar; hay menos estudiantes que en el año previo a la pandemia.

Mejorar la infraestructura es —en comparación con mejorar la calidad de contenidos o de docentes— uno de los pasos más fáciles y menos costosos al momento de reformar la educación. Bien podría el Estado enfocar sus recursos e inyectar alguna mejora en ese campo fundamental.