Vacaciones y vida

Pablo Escandón Montenegro

Acabar las clases y tener tiempo para la bicicleta y los deportes, para terminar el día completamente enlodado o con arena hasta en la ropa interior de tanto jugar fútbol en la cancha del barrio, eso era el ideal de las vacaciones escolares.

En la cancha de arriba de mi casa, se organizaba el campeonato que duraba todo el mes, con más de veinte equipos que llegaban hasta de otros barrios y urbanizaciones para competir, para darnos de puñetes, para divertirnos, para perder y ganar; para tener contacto con la realidad de los otros, de esos que vivían más allá de nuestra cuadra.

Y es que la organización de los campeonatos de la cancha eran alternos y a la ganada, pues la jorga de amigos se tomaba la libertad de convocar equipos, cobrar inscripciones, limpiar la cancha de vidrios y piedras como punta de flecha, así como de hacer el ‘fixture’ de los juegos.

Nunca olvidaré cuando el equipo organizador, que había sido campeón el año anterior, organizó el campeonato y no pasó de la primera fase: los jugadores desclasificados se incorporaron a los otros equipos y no les importaba quién perdía, pues todos eran sus equipos. Gozaron y disfrutaron el torneo como nunca nadie lo había hecho.

Eran los del Napoli, así se habían bautizado los que vivían a cuatro cuadras hacia el sur de la cancha: uno de ellos se había dejado el cabello como el ‘Pelusa’ y lo llamaban así, pero su habilidad no estaba en los pies; jugaba con la boca y lograba descolocar y descontrolar a los del otro equipo. Solito se daba tiempo para pelear con las barras, con delanteros y arquero.

Qué grandes eran esas vacaciones, qué eternas eran esas jornadas que empezaban a las nueve de la mañana y terminaban a las cinco de la tarde con encuentros seguidos, pero luego de dos semanas los equipos eran menos y la emoción crecía hasta llegar a la final.

El barrio se paralizaba y hasta el cura acudía a ver el partido. Nos sentíamos como en un gran estadio, pues en las terrazas los vecinos se apostaban a ver desde lo alto en sus palcos privados. Ya en el graderío, incluso llegaban los heladeros y las tenderas hasta fiaban. Era una gran fiesta que se comentaba hasta la siguiente temporada.

El núcleo del barrio era la cancha y nadie en las tiendas o al salir de la misa hablaba de otra cosa que no fueran los partidos del campeonato, de los goles, de las jugadas, de los ‘cracks’ del momento, de las atajadas sorprendentes, de las vecinas coquetas, de los galanes de otras cuadras, de los que no jugaban a nada, pero iban a ser vistos.

Cuando se acababa el campeonato de fútbol con seis jugadores, iniciaba el de básquetbol, en la misma calle, a una cuadra, donde quedaba el dispensario médico, junto al retén policial que siempre estaba cerrado, donde estaba la casa comunal, los juegos infantiles con latas oxidadas…

Así vivimos las vacaciones interminables, con aventuras en bicicleta, con flirteos en las canchas, descubriendo la vida más allá de la casa y disputándonos balones. Allí estuvo el entrenamiento para nuestra vida, porque en la cancha teníamos la mejor simulación de lo que es la realidad.