¿Qué educación queremos?

El que cerca de 200 mil menores de edad —casi el cinco por ciento del alumnado— hayan abandonado su educación debería servir para despertar una discusión nacional urgente. La variedad de causas detrás de este fenómeno y las gravísimas consecuencias que tendrá —peor si se agudiza— exigen medidas a largo plazo.

Detrás de este drama existen, aunque no sean los únicos, innegables factores económicos, como la precariedad de la infraestructura educativa o la falta de recursos que incide hasta en la adquisición de uniformes. Sin embargo, la única área en la que se ha visto un cambio importante es la del magisterio, a donde el Gobierno se vio obligado a destinar, en un contexto de recursos escasos, 450 millones de dólares adicionales para sueldos.

Pero también hay factores culturales en juego. Si tantos jóvenes dejan de estudiar no es apenas porque no pueden, sino también porque, con razón, ya no juzgan que sea algo útil ni que deba ser prioritario. Cada vez son más, especialmente tras la pandemia, los adolescentes que, al entrar en contacto con la realidad de los centros de estudios —los contenidos que se imparten, la forma como se lo hace y la calidad de docentes—  sienten que la educación es una pérdida de tiempo y recursos, que en el mundo actual la información obsoleta y los métodos autoritarios-memoristas que deben interiorizar de nada les servirán.

Todos estamos de acuerdo en mejorar la educación, pero, ¿qué entendemos por “educación”? El Estado, por sí solo, ha demostrado ser incapaz de llevar a cabo una reforma apropiada de los contenidos que se enseñan, de actualizarlos y adaptarlos a las necesidades del presente y los desafíos del futuro; debería invitar a la academia, a la empresa privada y, sobre todo, a la comunidad, cuanto antes a tomar la posta en el tema.