Políticos indignados

En un inmenso desacierto, el presidente Guillermo Lasso reaccionó a la aprobación de su juicio político por parte de la Corte Constitucional poniendo su vanidad por delante. El país se hunde en una anquilosante incertidumbre política —cuyas repercusiones económicas se sienten cada vez más en la calidad de vida de la ciudadanía—, mientras el crimen organizado exhibe ya un nivel de osadía y crueldad que los ecuatorianos jamás creímos que sería posible aquí. Pero, para el primer mandatario, lo prioritario no es hacer bien su trabajo ni el bienestar de sus compatriotas —la mayoría de los cuales lo eligieron para velar por ello— , sino la defensa de su “honra”, su “prestigio”, su “buen nombre” y demás lujos en los que pueden ocuparse aquellas personas a las que la fortuna ha sonreído.

Cualquier ciudadano con una pizca de sentido común entiende que la política no es un oficio apropiado para esos a los que les preocupa mucho el qué dirán o son demasiado susceptibles a las ofensas. En un país en el que ningún político —ni los honestos, bienintencionados y trabajadores— se salva de tener que cargar el fardo del crónico desprestigio de la política y lo público, la ‘piel de elefante’ es un requisito esencial.

A los sedientos de gloria y renombre no les queda sino tener presente que la ciudadanía, así como es despiadada e injusta en sus juicios tempranos, suele ser ecuánime y cabal en sus veredictos definitivos, esos que vienen con el paso del tiempo. Si un político ha sido correcto, la historia así lo reconocerá.