El desarrollo del Campo Amistad agoniza por los ‘privilegios’

Cuando, hace más de una década, el Campo Amistad pasó a manos del Estado, se esperaba que eso beneficiara a las arcas estatales y aumentara la productividad del país. Sin embargo, compromisos precoces y exageradamente optimistas —a los que después no se dio seguimiento—, y giros demasiado abruptos en política y economía, dejaron a todos en una situación precaria: el Estado sigue gastando una fortuna en importaciones, no llegan las inversiones que requiere Campo Amistad para desarrollar su potencial, la infraestructura sigue subutilizada y deteriorándose, y las industrias allegadas enfrentan costos mayores a lo presupuestado.

Los únicos ganadores son los grupos económicos con los que, en su momento, el Estado llegó a acuerdos apresurados. La planta de Bajo Alto, pese a su lamentable situación, significó ganancias para los constructores; no importa que el Estado no produzca cuando se suponía que iba a producir, las empresas de grandes grupos económicos se benefician igualmente de energía a un costo privilegiado que, en su momento, el Gobierno les otorgó; los importadores de combustibles siguen enriqueciéndose a manos llenas.

A corto plazo, lo más fácil y barato siempre será mantener el status quo. Sin embargo, si el país logra mantener una política a largo plazo, proyectos como el desarrollo de Campo Amistad o el aprovechamiento del gas de los pozos —que implican un elevado costo de oportunidad para un país crónicamente carente de recursos— llegarían a significar nuevas oportunidades de crecimiento, nuevos estándares ambientales y un gigantesco ahorro en divisas.