El que no tiene de inga tiene de mandinga

Pablo Granja

Hace más de 50 años le perdí la pista a Taki, una auténtica india cherokee, cuya belleza, lozanía y ternura me hizo ver de otra manera a las películas de John Wayne, imagen recia de la conquista anglosajona de Norteamérica, donde no hubo integración de culturas sino genocidio.

La conquista española fue diferente. Los relatos de crueldad, exclusión y depredación — que abundan— ofrecen una verdad incompleta, que da lugar a que persistan absurdos como el del presidente de México, que transcurridos 500 años exige disculpas a España. Rebuscando un poco, se puede concluir que no todos los conquistadores fueron malos, ni todos los aborígenes eran buenos. Y viceversa. Empezando con Cristóbal Colón, que habiendo salvado las finanzas del reino terminó despojado de todos los títulos y privilegios que había recibido; no por la ingratitud de sus auspiciantes, sino por los excesos que toleró, auspició, y promovió entre sus subordinados y parientes, algunos de ellos dedicados al tráfico de esclavos desde África.

La caída del imperio inca no solamente fue por efectos de la astucia y traición del cura Valverde, sino también porque el Tahuantinsuyo estaba en guerra entre dos de los 200 hijos de Huayna Cápac, Huáscar y Atahualpa. Y el imperio tampoco se extendió por las buenas, por lo que habían heridas sin cicatrizar entre los indígenas. Esto permitió que un puñado de  audaces pudieran doblegar al idolatrado ‘Hijo del Sol’.

Es verdad que la conquista española depredó las riquezas naturales y que los conquistadores impusieron un régimen esclavista. Pero también es cierto que la Corona expidió varios decretos exigiendo un trato humanitario a los indígenas, que los españoles afincados y chapetones decían que tales edictos “se acatan pero no se cumplen”. Hubo una intención integradora, que las castas locales respetaron en parte, a diferencia del genocidio que Hollywood oculta. Tanto es así que Francisco Pizarro, primer virrey del Perú, se casó con la hermana de Atahualpa,  Quispe Sisa, bautizada como Inés Huaylas Yupanqui. No sabemos si fue un matrimonio por amor, necesidad o conveniencia, pero le siguieron el ejemplo el resto de sus paisanos. El hecho es que proliferó un mestizaje entre blancos con indígenas y negros —aunque en menor proporción— que todavía es repudiado por algunos. Es un hecho natural ya que el mismo don Cristóbal recién incorporó a tres mujeres en su segundo viaje y 30 en el tercero; a todas luces un número insuficiente para aplacar las angustias sentimentales de los aventureros. En el resto del siglo XVI esta desproporción varió; se registraron 45.327 migrantes masculinos, frente a 10.118 mujeres.

Los españoles mantuvieron los privilegios de la casa real inca, cuya descendencia no deja de  sorprender: uno de los nietos de Huayna Cápac, Sayri Túpac, tuvo dos hijas, una de las cuales Beatriz Clara Coyas se casó con Martín García Loyola, pariente de San Ignacio. De este matrimonio nació Ana María Lorenza, que al casarse con el noble Juan Enríquez de Borja se emparentó con el papa Alejandro VI. Otro de los nietos, Túpac Hualpa, tuvo una hija, Catalina Paucar Ocllo, que se radicó en Argentina, de cuya descendencia posterior nació Máxima Zorregueta, reina consorte de Holanda, que conoció a quien sería rey en Nueva York. En Chile, la línea directa se estableció por la vía de don Juan Ortiz de Zárate, dando origen a una descendencia destacada, tres expresidentes: Francisco Antonio Pinto, Aníbal Pinto y Sebastián Piñera. Mientras en Bolivia, los dos Hernán Siles, padre e hijo, también fueron presidentes.  En el Perú se destacan el presidente José Luis Bustamante y Ribero, José Santos Chocano y Mario Vargas Llosa, entre otros.

Es un error borrar del calendario cívico la conmemoración del Día de la Raza,  que significó, aparte de todos los males, el encuentro de dos culturas potentes. No en vano se dice que ‘quien no tiene de inga tiene de mandinga’.