A mí me gusta robar

Gonzalo Ordóñez

Salía tarde del trabajo. Eran las diez de la noche. Me detuve en una intersección en la avenida Amazonas. Un hombre golpea el vidrio. ¡El maldito punto ciego! Casi me clavo al techo con uñas de pies y manos. Nada, un mendigo. El susto me abrió el apetito, más adelante aparqué en un sitio de pollos, me refiero a los de venta de comida.

Miraba la calle solitaria mientras, esperaba la entrega de mi pedido, además del chico del delivery, no había nadie, pensé: no sería rentable asaltarnos solo a los dos, cuando alguien tocó mi brazo. ¡Jesús, María y José! Otra vez el punto ciego.

Regreso a ver y no veo a nadie — bueno, cuando bajé la cabeza sí que había alguien, un niño vendía fundas de basura—. Me decía el costo y al mismo tiempo acarició el perro, que llevaba envuelto en una especie de canguro improvisado.

Excelente estrategia la de acariciar el animalito —me dije a mí mismo—, le di una moneda y se retiró. Reflexioné en la frecuencia con la que me encontraba con personas, que piden en la calle, acompañadas de perros o bebés de brazos. En especial me rompen el corazón las niñas con sus cabellos encrespados que sonríen cuando reciben las monedas.

Cualquier cosa para conmover nuestros corazones congelados. Lo cierto es que ninguna de las personas que pide en la calle me ha robado. La pobreza no es causa directa del incremento de asaltos, pero sí la impunidad; la complicidad de los asambleístas y políticos que nos enfrentan, cuando deberían acordar, negociar y conciliar frente al asedio del narcotráfico al Estado; también la debilidad institucional de la policía y la corrupción del sistema de justicia, las que generan el entorno propicio para que robar se convierta en algo positivo.

En condiciones de profunda desventaja social es evidente que algunas personas pueden robar para mejorar su situación personal, pero la decisión es favorecida por el contexto de impunidad en el Ecuador. En algunos casos, los asaltantes, hasta se muestran en las cámaras de vigilancia, como si fueran actores de un reality, una señal de prestigio y poder. El mal es contagioso.

Un estudio denominado ‘Neurociencia de las emociones: la sociedad vista desde el individuo’, de Adrián García, transcribe el relato de una reclusa, en México, en el que cuenta cómo se juntó con otras para robar: “Por nada del mundo quise regresar a los tiempos de antes; a mí ya me gustó el desmadre, el dinero, me gustó esta otra vida”.

Otra reclusa comenzó robando ropa, cada vez le gustaba más, así que ‘evolucionó’ hasta el robo de autos, pero en un atraco su cómplice fue herido de bala: “Ese día me dio vómito y calentura del susto, pero me gustó la adrenalina, entonces ya de ahí sigo robando con ellos, me dedico a robar y a robar”.

García explica que las experiencias estimulantes se convierten en marcadores somáticos, quiere decir que el cuerpo reconoce una sensación que le agradó y quiere más de lo mismo. 

El proceso neurológico es similar para los jueces corruptos; los asambleístas denunciados por sus propios colegas, como vinculados al narcotráfico; las autoridades locales con grilletes, acostumbrados a robar, a la adrenalina que produce el riesgo de ser atrapado; también a la confianza en que sus nexos políticos o el dinero les dejará impunes, entonces continúan con más descaro.

Incluso con pruebas en su contra, argumentan que es una persecución. Negarlo frente a las cámaras de los noticieros es un reto más, que los estimula.

Su cerebro aprendió: “a mí me gusta robar”.