Han transcurrido los noventa días de diálogo entre los representantes del Gobierno y los líderes de las organizaciones indígenas que protagonizaron las paralizaciones de junio. Pese a los momentos de extrema efusividad que se vivieron a lo largo de las jornadas, merece destacarse el clima de cordialidad y serenidad que ha llegado a primar. Hubiese sido terrible que, a estas alturas, reinase un clima de ultimátum o de inexorable ajuste de cuentas; no ha sido así porque en los momentos decisivos ambas partes mostraron, pese a todo, mayor madurez política de la que en un inicio se creyó que tendrían.
Los líderes de la Conaie y del resto de organizaciones han tenido la oportunidad de educarse sobre el funcionamiento del Estado; de existir buena fe y afán constructivo, eso, una oposición mejor informada, beneficiará mucho al país. A su vez, las autoridades gubernamentales han podido conocer mejor el problema agrícola y social, sobre todo de la Sierra, lo que abre finalmente la puerta a un posible consenso que solucione ese drama perenne. Han existido también errores tremendos, como lo sucedido con la educación —al aceptar la segregación de la educación y auspiciar el abandono de un currículo común, basado en los principios democráticos de un Estado republicano, liberal y de derechos— o el sector petrolero y minero —en el que se aceptaron propuestas poco meditadas, divorciadas de la situación económica del país—, pero que probablemente se corregirán a corto plazo, una vez que la realidad y el sentido común se impongan.
Tras los momentos de terror de junio y noventa días de diálogo, al menos queda claro, que paciencia, prudencia y respeto deben, y sí pueden, ser la tónica.