¿De qué hablan los candidatos cuando hablan de ‘seguridad’? 

Imagen de un operativo policial en una cárcel de Ecuador.

Por primera vez en la historia de la democracia ecuatoriana, la seguridad es el tema decisivo de la campaña presidencial y la principal preocupación de los ciudadanos. Los candidatos buscan capitalizar el asunto en sus campañas, pero nadie parece estar de acuerdo ni siquiera en quién es el ‘enemigo’.  

Es imposible comenzar una lucha si no se tiene claro quién es el adversario. La inmensa mayoría de la ciudadanía ecuatoriana desea poner fin a la inusitada escalada de criminalidad —que abarca asesinatos, extorsión, récords de incautaciones y un aumento del consumo de drogas— pero no parece tener claro quiénes son verdaderamente los culpables. Los candidatos a la Presidencia ofrecen diferentes respuestas, pero muchas de ellas resultan confusas, insuficientes o, incluso, contradictorias. 

La mano dura sin dirección

Nayib Bukele —y sus insuperables índices de popularidad— se han convertido en el ejemplo que todo mandatario latinoamericano quiere emular. Sin embargo, hay algo que los candidatos proponentes de la ‘mano dura’ suelen olvidar: Bukele no llegó al poder prometiendo seguridad, sino que, al contrario, fue descubriendo sobre la marcha que enfocar su gestión en ello era políticamente rentable y muy fácil de comunicar. 

El mandatario salvadoreño llegó al poder, tras un exitoso paso por una alcaldía menor, haciendo campaña contra los dos partidos tradicionales del país, a los que acusaba de asfixiar al pueblo salvadoreño —una estrategia similar a la que usó Hugo Chávez en los noventa o los populismos ecuatorianos de inicios de siglo contra la ‘partidocracia’—. Una vez en el poder, homologó a sus adversarios; posicionó el mensaje de que las dos principales pandillas —la 18 y la MS-Salvatrucha— eran meras extensiones de los dos partidos tradicionales —ARENA y el FMLN—. 

Ante ello, la solución era simple: encarcelamiento masivo de pandilleros, dominio del territorio (algo fácil en un país diminuto, del tamaño de la provincia de Orellana, y sin barreras geográficas) y marginación política sistemática de los dos partidos, que para entonces ya tenían bajísima popularidad. 

La delincuencia salvadoreña, a su vez, tenía la particularidad de —en tanto no participaba del narcotráfico y su inmensa riqueza— centrarse en la extorsión generalizada y la violencia más primitiva, lo cual la hacía aborrecida por el grueso de la población.  

Otros mandatarios de ‘mano dura’ siguieron una estrategia similar de darle un rostro político a la inseguridad. Alberto Fujimori en Perú y Álvaro Uribe en Colombia enfocaron su discurso en los grupos extremistas de izquierda y condujeron una guerra sin cuartel contra ellos. 

Incluso Jair Bolsonaro en Brasil, pese a que la delincuencia en aquel país exhibe características mucho más generalizadas y difusas, pintó a la inseguridad como un producto de la decadencia de una democracia dominada, según él, por la izquierda marxista. Sin embargo, basta analizar el desempeño judicial posterior de los tres mandatarios, así como el accionar de las dictaduras de ‘mano dura’ en el Cono Sur y en Centroamérica durante los setenta, para tener presente que ese enfoque no suele calzar bien con mandatarios o regímenes democráticos. 

El caos resultante

El país que quiso copiar dicho enfoque y fracasó estrepitosamente fue México. Durante el gobierno de Felipe Calderón —inspirado quizás por los éxitos provisionales de Álvaro Uribe y por la línea militarista de George W. Bush— , el Estado mexicano optó por militarizar la lucha contra el narcotráfico y convertirla en una suerte de guerra interna

A diferencia de lo sucedido en los otros casos, en México el narco tenía un músculo financiero y una capacidad de movilización colosales; estaba muy entrelazado con la sociedad y gozaba de altísima popularidad en muchos sectores. En ese contexto, resultaba imposible trazar claramente una línea que separara a los enemigos de los inocentes. El resultado fue un baño de sangre generalizado, con decenas de miles de muertos e indescriptibles atrocidades, del que México no logra recuperarse hasta hoy.  

Ecuador ha seguido un curso más parecido al de México que al de El Salvador. Nada ilustra mejor las dificultades de sentar una estrategia de lucha contra la inseguridad en el país que la política errática del gobierno del presidente Guillermo Lasso. Cada cierto tiempo, el régimen ha improvisado un nuevo discurso, sobre un nuevo villano, un nuevo problema o una nueva solución. 

En un inicio se habló mucho de un supuesto ‘pacto’ en el pasado entre el Estado ecuatoriano y carteles internacionales de narcotráfico, pero no se han ofrecido detalles sobre éste, ni existen procesados por esto —algo curioso, partiendo de que un acuerdo de esa magnitud, con billones de dólares en juego y un gigantesco despliegue logístico debería haber dejado una larguísima estela—. Luego se habló de fortalecer la figura de la ‘autoría mediata’, una forma de copiar lo que se hizo en otro momento con nazis, mafiosos neoyorquinos o pandilleros salvadoreños, pero resultó que el marco legal ecuatoriano lo dificulta. 

Después, se aseguró que el narcotráfico era una fuerza política que financiaba las protestas, pero tampoco se aportó evidencia de ello. El siguiente paso fue centrar la atención en las cárceles, pero resultó que el Estado carece aún de la capacidad humana y material de retomar el control total, y que existen barreras legales que impiden un cambio total en el sistema. En otro momento, se sugirió que el problema era la falta de personal: se enfatizó el déficit de policías y de fiscales, y se buscó aumentar la cantidad. Luego, se dio un giro hacia lo internacional; se aseguró que el problema venía de afuera, que se requerían miles de millones de parte de Estados Unidos —un ‘Plan de Ecuador’— para enfrentarlo; algo que jamás se concretó. 

Llegó luego el momento de la tecnología y el ‘hardware’; se anunció una supuesta importación de equipo israelí que no termina de producirse y la instalación de los escáneres en puertos y cárceles, que no se ha dado. Tampoco hubo como resistirse al discurso de la militarización: se prometieron ‘cuarteles intermedios’ —una práctica típica de zonas de guerra de baja intensidad que implica divorciar a la fuerza pública de la comunidad— que no se han construido aún, la declaración de ciertos grupos como ‘terroristas’ —que en teoría permitiría atacarlos con todos los arsenales a la mano—, reformar los códigos policiales para poder conducir operaciones encubiertas con mayor eficacia y perseguir a ‘objetivos de alto valor’ —una retórica copiada de la guerra estadounidense contra el terrorismo en Medio Oriente—. 

Parte de ello fue también la nueva política de ‘uso progresivo de la fuerza’ y el súbito entusiasmo y admiración que comenzó a traslucir entre ciertos funcionarios por los episodios en que policías abatían a sospechosos. Todo este caótico cóctel de recetas demuestra que el gobierno simplemente no tiene claro, hasta ahora, quién es el enemigo. 

Los sospechosos de siempre

Los discursos de los candidatos giran alrededor de cuatro ejes. Todos los señalan, pero ninguno ofrece soluciones claras. 

El primero es la economía. Muy en línea con un discurso mundial imperante, la mayoría de candidatos coinciden en la falta de oportunidades, de atención del Estado y de crecimiento económico como una causa de violencia —poco importa que, en un sentido objetivo, Ecuador sea hoy mucho más próspero que, por ejemplo, en el siglo pasado, cuando era menos violento—. Si es que existiese un consenso nacional al respecto, la respuesta debería girar alrededor de infraestructura, generación de empleo y mejoramiento de servicios. 

El segundo es el discurso del gran enemigo interno. Para quienes profesan este discurso, el problema son las ‘mafias’, a las que consideran un híbrido de grupos del crimen organizado con sectores políticos, y la violencia es un problema ‘entre bandas’. Sin embargo, las variables demográficas y de georreferenciación demuestran que la gran mayoría de víctimas de asesinato y extorsión son personas muy distantes a los grandes centros de poder económico y político que podrían interesar a ‘las mafias’, e, incluso con el sub-reporte, exhiben una verdadera generalización de la violencia, hasta por los motivos más insignificantes, en el país. 

Al contrario, comparado con El Salvador, México o Colombia durante los noventa, el impacto directo de la violencia que han sufrido los sectores política y económicamente poderosos del Ecuador es mínimo. Si esta narrativa se impone, sería justo esperar un clima de represión interna y paranoia como el que el continente ha visto en más de una ocasión. 

El tercer discurso es el del ‘enemigo externo’. Según esta versión, la epidemia de violencia se origina en el extranjero y la causa primera de todo es el narcotráfico internacional. Para ello, bastaría con hacer el negocio del narcotráfico más costoso para que el país deje de resultar atractivo para los carteles y la violencia amaine. La forma de lograrlo sería con mayores controles en fronteras y puertos —para aumentar incautaciones—, de migración, de lavado de dinero, de entrada de armas y de minería ilegal —la forma preferida del narcotráfico de convertir dólares que envejecen y pierden valor, en lingotes de oro imperecible—. 

Esta apreciación no se corresponde mucho con los censos carcelarios ni con los registros de hechos criminales en el país, donde la mayoría de protagonistas y víctimas no tienen acceso a todos esos recursos ni redes, y cuando apenas hay ‘agentes extranjeros’ señalados o apresados; tampoco se corresponde con los recientes operativos de destrucción de maquinaria de minería ilegal, que poco efecto han tenido, ni con las 33 mil armas incautadas, la inmensa mayoría de las cuales distan de ser muy sofisticadas. Si esta visión nacionalista y en cierto sentido xenófoba se impone, es probable que el país enfrente una militarización acentuada.  

El cuarto discurso tiene que ver con los operadores de Justicia. Asume que el marco legal del país es el adecuado, pero que la corrupción en el sistema de justicia —fiscales, jueces, cárceles— o el miedo, hacen que todo el trabajo de la fuerza pública caiga en saco roto. Este discurso parece ignorar el altísimo grado de sub-registro —hechos que ni siquiera se denuncian—, impunidad —cuestiones jamás esclarecidas— y casos que no llegan a sentenciarse en nuestro medio. 

Parece olvidar, igualmente, que muchos de los casos más escandalosos de impunidad o indulgencia extrema suceden no gracias a la corrupción, sino en la más estricta legalidad, gracias a los códigos vigentes. Si este discurso se impone, es probable que se produzca una politización aún mayor de la Justicia e iniciativas en el filo de la legalidad como jueces sin rostro o que despachan desde el extranjero. 

De lo que nadie habla 

Salvo unas pocas voces disidentes en el medio, existe un consenso entre candidatos y expertos en defender los principios constitucionales y la visión en materia de derechos y garantías que estos reflejan. 

Esto no es poca cosa. Toda política de seguridad parte de una visión ideológica, incluso filosófica, sobre quién es el culpable de un hecho delictivo. En los tradicionales sistemas conservadores punitivistas, la responsabilidad última era del individuo y su escarmiento cumplía la doble función de enderezarlo y, a la vez, de disuadir al resto. 

Algunas filosofías rivales —como la que impregna todo el marco legal, educativo y cultural ecuatoriano desde hace tres décadas—, juzgan que la responsabilidad es de toda la sociedad. Esa óptica determina una serie de límites y prioridades insalvables al momento de combatir la inseguridad. Sin un cambio profundo y radical —que implicaría tanto la parte dogmática de la Constitución como un replanteamiento de tratados internacionales—, no puede darse, dentro de la legalidad, el giro de 180 grados que muchos esperan. Sin embargo, ningún candidato habla de ello. 

El determinismo demográfico es otro tema que el país prefiere ignorar. Universalmente, el crimen suele ser un tema de hombres jóvenes (entre 14 y 30 años). Ecuador se encuentra en un momento de su historia demográfica en el que este segmento es inusitadamente alto, cercano al 20% (en comparación, en países como Uruguay ronda el 13% y Alemania un diminuto 11%). A ello, debe sumarse un escenario de escaso crecimiento económico. Esa mezcla de bono demográfico con urbanización y escaso crecimiento es el mismo momento que vivió México, Brasil o El Salvador hace tres décadas, o los países occidentales en los violentos momentos de fines del XIX e inicios del XX, y algunos incluso en los ochenta. No hay nada—en materia legal o de recursos— que invite a pensar que Ecuador puede súbitamente adoptar una senda de gran crecimiento. Sin embargo, este fenómeno tiende a amainar naturalmente con el paso del tiempo, conforme la población va envejeciendo y, al mismo tiempo, sus elementos más violentos van muriendo.  

El tercer elemento tiene que ver con la percepción. Hace más de una década, un desventurado funcionario con grandes credenciales académicas aseguró que en Ecuador más que inseguridad existía ‘una percepción de inseguridad’. Aunque en su momento fue criticado, su señalamiento sirvió para llamar la atención sobre la importancia de las percepciones. Cuando la población juzga a un país inseguro, actuará de tal forma y exigirá ciertas medidas que acentuarán esa percepción de inseguridad. Al cabo de poco tiempo, eso dará pie a un sistema con intereses en juego al que le conviene la perpetuación de esa visión. Pocos lugares, como Nueva York, Medellín y probablemente El Salvador, han logrado revertir ese proceso. Más allá del poder natural que tiene el miedo, en Ecuador se ha acentuado el uso del tema de la seguridad como munición en la contienda política. Enfatizar la inseguridad se ha vuelto una forma de atacar políticamente a otro bando. El problema es que esa repetición constante puede terminar echando a andar un mecanismo irreversible de autopercepción. Si los candidatos y actores políticos siguen insistiendo en ese juego, lo más probable es que el país sufra una transformación profunda a mediano plazo. 

Mientras el país no alcance un consenso, que se corresponda con los hechos, sobre cuál es el origen de la violencia que está viviendo el país, las propuestas no pasarán de demagogia y palos de ciego. En tanto, vale la pena tener presente que probablemente el problema se deba no a la transformación económica, sino cultural-moral del país, empujada desde una nueva filosofía y que, en última instancia y en el peor de los escenarios, el tiempo y un cambio en los estándares igual terminarán solucionándolo. (DM)