Condecoraciones

Es obligación de los representantes de la sociedad el reconocimiento a las personalidades que han sobresalido por sus magníficas realizaciones.

Cuando el mérito está de por medio, el aplauso brota espontáneo y complacido. Lo peor es la amnesia premeditada que pretende lanzar sombras a los genuinos valores humanos y, en contraste, ensalza a mediocridades, por cálculos políticos o intereses inconfesables, incluso esgrimiendo merecimientos inexistentes.

El tan generalizado palanqueo también aquí hace presencia con subterráneo artificio, por ello se afirma, con fundamento, que la devaluación de las condecoraciones no es ajena a nuestro medio, salvo casos excepcionales donde el oropel da paso al oro legítimo, al laurel inmarchitable.

Soy poco afecto a los homenajes post mortem, por cuanto es en vida donde se debe valorar a personajes que efectivamente son dignos de admiración. El ruido mundano no llega a vulnerar la eternidad de la tumba, cuyo silencio es el mejor premio para los hombres y mujeres dignos que reposan en la eternidad.

Poco duran los galardones que no responden a méritos auténticos; pronto caen las estatuas de los ídolos con pies de barro. La Asamblea Nacional ha salido por los fueros del honor patrio, tan mancillado por politiqueros arteros y rapaces: acaba de retirar las condecoraciones que la anterior administración legislativa concedió, muy suelta de huesos, a dos ciudadanos sentenciados por la justicia y a Cristina Fernández, por los motivos que son de público conocimiento.

Néstor Kirchner, esposo de esta exmandataria, graciosamente tuvo dos monumentos en Quito: el uno, en gesto asimismo recomendable, el Municipio capitalino lo retiró; el otro, en el cuestionado edificio de Unasur, demanda pronta demolición.

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