Sobreviviendo con lo que otros no usan

LUGARES. Se vende la ropa en almacenes, garajes colectivos y en la calle.
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LUGARES. Se vende la ropa en almacenes, garajes colectivos y en la calle.

Cerca de la Primero de Mayo se esconden lugares donde se vende ropa por centavos. Se encuentran tesoros.

Atardece en Ambato, el sol pega fuerte en la feria, aunque quizá la lluvia llegue pronto. Aquí nunca se sabe. Las calles son confusas. Cuando están vacías parecen amplias pero los lunes y viernes se transforman y todo se achica.

Estoy en la Cuenca y Constantino Fernández. Pasa un hombre cargando un parlante gigante, suena música religiosa. Pasa una moto y un perro husmea en una esquina. Los olores se juntan. Las voces se pierden en el ruido. Algunos caminan presurosos otros se detienen a mirar en los puestos.

En la otra cuadra, en la Tomás Sevilla, 10 pollos pelados cuelgan de un carrito azul, al frente, un hombre rodeado de quintales de granos y harina espera compradores. Recorro de arriba abajo la Cuenca.

Uno, dos, tres, cuatro y la cuenta no puede seguir. Los locales y las ventas callejeras de ropa usada son muchas. En las paredes, a la vista, cuelgan prendas de colores. Sobre las veredas están extendidos los plásticos que protegen a la ropa que se ofrece en la calle.

Cerca de la Primero de Mayo se esconden lugares donde se vende ropa por centavos. Se encuentran tesoros.

Atardece en Ambato, el sol pega fuerte en la feria, aunque quizá la lluvia llegue pronto. Aquí nunca se sabe. Las calles son confusas. Cuando están vacías parecen amplias pero los lunes y viernes se transforman y todo se achica.

Estoy en la Cuenca y Constantino Fernández. Pasa un hombre cargando un parlante gigante, suena música religiosa. Pasa una moto y un perro husmea en una esquina. Los olores se juntan. Las voces se pierden en el ruido. Algunos caminan presurosos otros se detienen a mirar en los puestos.

En la otra cuadra, en la Tomás Sevilla, 10 pollos pelados cuelgan de un carrito azul, al frente, un hombre rodeado de quintales de granos y harina espera compradores. Recorro de arriba abajo la Cuenca.

Uno, dos, tres, cuatro y la cuenta no puede seguir. Los locales y las ventas callejeras de ropa usada son muchas. En las paredes, a la vista, cuelgan prendas de colores. Sobre las veredas están extendidos los plásticos que protegen a la ropa que se ofrece en la calle.

Cerca de la Primero de Mayo se esconden lugares donde se vende ropa por centavos. Se encuentran tesoros.

Atardece en Ambato, el sol pega fuerte en la feria, aunque quizá la lluvia llegue pronto. Aquí nunca se sabe. Las calles son confusas. Cuando están vacías parecen amplias pero los lunes y viernes se transforman y todo se achica.

Estoy en la Cuenca y Constantino Fernández. Pasa un hombre cargando un parlante gigante, suena música religiosa. Pasa una moto y un perro husmea en una esquina. Los olores se juntan. Las voces se pierden en el ruido. Algunos caminan presurosos otros se detienen a mirar en los puestos.

En la otra cuadra, en la Tomás Sevilla, 10 pollos pelados cuelgan de un carrito azul, al frente, un hombre rodeado de quintales de granos y harina espera compradores. Recorro de arriba abajo la Cuenca.

Uno, dos, tres, cuatro y la cuenta no puede seguir. Los locales y las ventas callejeras de ropa usada son muchas. En las paredes, a la vista, cuelgan prendas de colores. Sobre las veredas están extendidos los plásticos que protegen a la ropa que se ofrece en la calle.

Cerca de la Primero de Mayo se esconden lugares donde se vende ropa por centavos. Se encuentran tesoros.

Atardece en Ambato, el sol pega fuerte en la feria, aunque quizá la lluvia llegue pronto. Aquí nunca se sabe. Las calles son confusas. Cuando están vacías parecen amplias pero los lunes y viernes se transforman y todo se achica.

Estoy en la Cuenca y Constantino Fernández. Pasa un hombre cargando un parlante gigante, suena música religiosa. Pasa una moto y un perro husmea en una esquina. Los olores se juntan. Las voces se pierden en el ruido. Algunos caminan presurosos otros se detienen a mirar en los puestos.

En la otra cuadra, en la Tomás Sevilla, 10 pollos pelados cuelgan de un carrito azul, al frente, un hombre rodeado de quintales de granos y harina espera compradores. Recorro de arriba abajo la Cuenca.

Uno, dos, tres, cuatro y la cuenta no puede seguir. Los locales y las ventas callejeras de ropa usada son muchas. En las paredes, a la vista, cuelgan prendas de colores. Sobre las veredas están extendidos los plásticos que protegen a la ropa que se ofrece en la calle.

MARÍA

Hay prendas que cuestan 25 centavos. Lo más caro sale en cinco dólares. María Vayas, es una abuela que le hace justicia a esta palabra, su rostro lo dice. Sus ojos miran con cariño, no se niega a hablar.

Pasaron 25 años desde que inició en el negocio, empezó en la calle, vendiendo las ropas que sus nietos dejaron de usar. María lavaba para otros, aún lo hace pero ya no hay mucho que fregar, las máquinas lo hacen por ella.

Los días de feria viene al local que rentó hace tres años para que los municipales no le quiten sus cosas. El jueves y el sábado tiene dos ‘lavaditas’, así dice. Sonríe para la foto y pregunta si está linda.

MARÍA

Hay prendas que cuestan 25 centavos. Lo más caro sale en cinco dólares. María Vayas, es una abuela que le hace justicia a esta palabra, su rostro lo dice. Sus ojos miran con cariño, no se niega a hablar.

Pasaron 25 años desde que inició en el negocio, empezó en la calle, vendiendo las ropas que sus nietos dejaron de usar. María lavaba para otros, aún lo hace pero ya no hay mucho que fregar, las máquinas lo hacen por ella.

Los días de feria viene al local que rentó hace tres años para que los municipales no le quiten sus cosas. El jueves y el sábado tiene dos ‘lavaditas’, así dice. Sonríe para la foto y pregunta si está linda.

MARÍA

Hay prendas que cuestan 25 centavos. Lo más caro sale en cinco dólares. María Vayas, es una abuela que le hace justicia a esta palabra, su rostro lo dice. Sus ojos miran con cariño, no se niega a hablar.

Pasaron 25 años desde que inició en el negocio, empezó en la calle, vendiendo las ropas que sus nietos dejaron de usar. María lavaba para otros, aún lo hace pero ya no hay mucho que fregar, las máquinas lo hacen por ella.

Los días de feria viene al local que rentó hace tres años para que los municipales no le quiten sus cosas. El jueves y el sábado tiene dos ‘lavaditas’, así dice. Sonríe para la foto y pregunta si está linda.

MARÍA

Hay prendas que cuestan 25 centavos. Lo más caro sale en cinco dólares. María Vayas, es una abuela que le hace justicia a esta palabra, su rostro lo dice. Sus ojos miran con cariño, no se niega a hablar.

Pasaron 25 años desde que inició en el negocio, empezó en la calle, vendiendo las ropas que sus nietos dejaron de usar. María lavaba para otros, aún lo hace pero ya no hay mucho que fregar, las máquinas lo hacen por ella.

Los días de feria viene al local que rentó hace tres años para que los municipales no le quiten sus cosas. El jueves y el sábado tiene dos ‘lavaditas’, así dice. Sonríe para la foto y pregunta si está linda.

PATRICIA

Dentro del mismo lugar está Patricia Chirán, carga en sus brazos un perro diminuto café con negro, la encontré hablando con María.

Patricia tenía 6 años cuando su madre arrancó con la venta de ropa usada. Toda una vida. Cumplió 31 y sus pasiones se mueven entre este negocio, la peluquería y el rescate de perros callejeros.

Es espontánea y descomplicada o eso parece. Habla con naturalidad. Muestra su sensibilidad cuando me dice, “una de las cosas más bonitas, es que, así no vendamos, cambiamos la ropa con ‘papitas’, arvejas u otras verduras y eso nos ayuda a todos en el día a día”.

El sol ya bajó un poco, al menos hay sombra en este lado de la calle. El perro de Patricia quiere correr pero ella lo agarra, vuelve a cargarlo. Su almacén está a una cuadra. Vamos para allá. Se para en la puerta pone sus manos detrás de su espalda, disparo con la cámara.

“Puedo llamarle si tengo denuncias de maltrato a los ‘perritos’”, pregunta. Pronto estudiará para ser auxiliar de veterinaria. Su perra murió hace poco, quiere tener un albergue.

PATRICIA

Dentro del mismo lugar está Patricia Chirán, carga en sus brazos un perro diminuto café con negro, la encontré hablando con María.

Patricia tenía 6 años cuando su madre arrancó con la venta de ropa usada. Toda una vida. Cumplió 31 y sus pasiones se mueven entre este negocio, la peluquería y el rescate de perros callejeros.

Es espontánea y descomplicada o eso parece. Habla con naturalidad. Muestra su sensibilidad cuando me dice, “una de las cosas más bonitas, es que, así no vendamos, cambiamos la ropa con ‘papitas’, arvejas u otras verduras y eso nos ayuda a todos en el día a día”.

El sol ya bajó un poco, al menos hay sombra en este lado de la calle. El perro de Patricia quiere correr pero ella lo agarra, vuelve a cargarlo. Su almacén está a una cuadra. Vamos para allá. Se para en la puerta pone sus manos detrás de su espalda, disparo con la cámara.

“Puedo llamarle si tengo denuncias de maltrato a los ‘perritos’”, pregunta. Pronto estudiará para ser auxiliar de veterinaria. Su perra murió hace poco, quiere tener un albergue.

PATRICIA

Dentro del mismo lugar está Patricia Chirán, carga en sus brazos un perro diminuto café con negro, la encontré hablando con María.

Patricia tenía 6 años cuando su madre arrancó con la venta de ropa usada. Toda una vida. Cumplió 31 y sus pasiones se mueven entre este negocio, la peluquería y el rescate de perros callejeros.

Es espontánea y descomplicada o eso parece. Habla con naturalidad. Muestra su sensibilidad cuando me dice, “una de las cosas más bonitas, es que, así no vendamos, cambiamos la ropa con ‘papitas’, arvejas u otras verduras y eso nos ayuda a todos en el día a día”.

El sol ya bajó un poco, al menos hay sombra en este lado de la calle. El perro de Patricia quiere correr pero ella lo agarra, vuelve a cargarlo. Su almacén está a una cuadra. Vamos para allá. Se para en la puerta pone sus manos detrás de su espalda, disparo con la cámara.

“Puedo llamarle si tengo denuncias de maltrato a los ‘perritos’”, pregunta. Pronto estudiará para ser auxiliar de veterinaria. Su perra murió hace poco, quiere tener un albergue.

PATRICIA

Dentro del mismo lugar está Patricia Chirán, carga en sus brazos un perro diminuto café con negro, la encontré hablando con María.

Patricia tenía 6 años cuando su madre arrancó con la venta de ropa usada. Toda una vida. Cumplió 31 y sus pasiones se mueven entre este negocio, la peluquería y el rescate de perros callejeros.

Es espontánea y descomplicada o eso parece. Habla con naturalidad. Muestra su sensibilidad cuando me dice, “una de las cosas más bonitas, es que, así no vendamos, cambiamos la ropa con ‘papitas’, arvejas u otras verduras y eso nos ayuda a todos en el día a día”.

El sol ya bajó un poco, al menos hay sombra en este lado de la calle. El perro de Patricia quiere correr pero ella lo agarra, vuelve a cargarlo. Su almacén está a una cuadra. Vamos para allá. Se para en la puerta pone sus manos detrás de su espalda, disparo con la cámara.

“Puedo llamarle si tengo denuncias de maltrato a los ‘perritos’”, pregunta. Pronto estudiará para ser auxiliar de veterinaria. Su perra murió hace poco, quiere tener un albergue.

MARÍA BAUTISTA

Desde la vereda del frente me sonríe María Bautista, como diciendo: “tal vez sí”, hace unos minutos no quiso conversar pero ahora parece decidida. “Bueno, bueno venga”, habla en voz baja.

Los olores se transforman adentro del local de María, huele a limpio. El piso está perfectamente encerado, la ropa acomodada en perchas y repisas. Una ‘musiquita’ sale de la radio. Es agradable. María parece tímida pero es coqueta, no quiere una mala fotografía

A los 20 años no tenía un trabajo. Buscó toda la ropa que había en casa y salió a la calle a venderla. Pausa. Entra una compradora:

-“¿Hay licras?”, pregunta.

María le indica el lugar con el dedo y sigue contando: “este negocio es mi vida, me encanta sino hace rato lo hubiese dejado”. Aquí se lava, se arregla las prendas y lo que no vale se bota. La mujer dice que no hay como ofrecer cosas malas.

“No solo los pobres compran aquí, también hay gente que tiene, dejan el carro más abajo y vienen a probarse las cosas”, comenta.

La clienta le pide rebaja por unas zapatillas, María le dice que no puede, que ya no ganaría nada.

Posa para la foto, se despide, ahora con confianza.

MARÍA BAUTISTA

Desde la vereda del frente me sonríe María Bautista, como diciendo: “tal vez sí”, hace unos minutos no quiso conversar pero ahora parece decidida. “Bueno, bueno venga”, habla en voz baja.

Los olores se transforman adentro del local de María, huele a limpio. El piso está perfectamente encerado, la ropa acomodada en perchas y repisas. Una ‘musiquita’ sale de la radio. Es agradable. María parece tímida pero es coqueta, no quiere una mala fotografía

A los 20 años no tenía un trabajo. Buscó toda la ropa que había en casa y salió a la calle a venderla. Pausa. Entra una compradora:

-“¿Hay licras?”, pregunta.

María le indica el lugar con el dedo y sigue contando: “este negocio es mi vida, me encanta sino hace rato lo hubiese dejado”. Aquí se lava, se arregla las prendas y lo que no vale se bota. La mujer dice que no hay como ofrecer cosas malas.

“No solo los pobres compran aquí, también hay gente que tiene, dejan el carro más abajo y vienen a probarse las cosas”, comenta.

La clienta le pide rebaja por unas zapatillas, María le dice que no puede, que ya no ganaría nada.

Posa para la foto, se despide, ahora con confianza.

MARÍA BAUTISTA

Desde la vereda del frente me sonríe María Bautista, como diciendo: “tal vez sí”, hace unos minutos no quiso conversar pero ahora parece decidida. “Bueno, bueno venga”, habla en voz baja.

Los olores se transforman adentro del local de María, huele a limpio. El piso está perfectamente encerado, la ropa acomodada en perchas y repisas. Una ‘musiquita’ sale de la radio. Es agradable. María parece tímida pero es coqueta, no quiere una mala fotografía

A los 20 años no tenía un trabajo. Buscó toda la ropa que había en casa y salió a la calle a venderla. Pausa. Entra una compradora:

-“¿Hay licras?”, pregunta.

María le indica el lugar con el dedo y sigue contando: “este negocio es mi vida, me encanta sino hace rato lo hubiese dejado”. Aquí se lava, se arregla las prendas y lo que no vale se bota. La mujer dice que no hay como ofrecer cosas malas.

“No solo los pobres compran aquí, también hay gente que tiene, dejan el carro más abajo y vienen a probarse las cosas”, comenta.

La clienta le pide rebaja por unas zapatillas, María le dice que no puede, que ya no ganaría nada.

Posa para la foto, se despide, ahora con confianza.

MARÍA BAUTISTA

Desde la vereda del frente me sonríe María Bautista, como diciendo: “tal vez sí”, hace unos minutos no quiso conversar pero ahora parece decidida. “Bueno, bueno venga”, habla en voz baja.

Los olores se transforman adentro del local de María, huele a limpio. El piso está perfectamente encerado, la ropa acomodada en perchas y repisas. Una ‘musiquita’ sale de la radio. Es agradable. María parece tímida pero es coqueta, no quiere una mala fotografía

A los 20 años no tenía un trabajo. Buscó toda la ropa que había en casa y salió a la calle a venderla. Pausa. Entra una compradora:

-“¿Hay licras?”, pregunta.

María le indica el lugar con el dedo y sigue contando: “este negocio es mi vida, me encanta sino hace rato lo hubiese dejado”. Aquí se lava, se arregla las prendas y lo que no vale se bota. La mujer dice que no hay como ofrecer cosas malas.

“No solo los pobres compran aquí, también hay gente que tiene, dejan el carro más abajo y vienen a probarse las cosas”, comenta.

La clienta le pide rebaja por unas zapatillas, María le dice que no puede, que ya no ganaría nada.

Posa para la foto, se despide, ahora con confianza.

VALE

El perro que husmeaba se acostó aburrido debajo de un auto. Vuelvo a donde inicié. Cuenca y Constantino Fernández, un grupo de mujeres conversan. Entre ellas Valeria Amancha y su mamá Carmen López, la vecina del horno de leña donde hacen el pan se ríe y se va corriendo, no le gusta las entrevistas.

La hija convence a la madre de hablar. Carmen trabajaba en una cafetería y también haciendo calzado con su cuñado pero no le quedaba tiempo para sus hijos.

A veces les vendía bultos de ropa que ya no usaba a las vecinas.

Valeria, está sentada sobre las prendas tendidas en el piso, mira atenta y pícara, es que ella inició todo, es la ‘dura’.

Mientras la madre trabajaba a Vale se le ocurrió salir a ofertar su ropa, “gané más de lo que mi mamá sacaba en los bultos. Y dije, ‘este es mi negocio’”, lo cuenta haciendo una seña de aprobación con su mano.

Valeria tiene 19 años pero a los 17 inició con este negocio. “Yo ya tengo mis conocidos, a mis amigos le digo: ‘yo vendo ropa usada si tú necesitas dinero extra, me dices y ya’”, es ocurrida y carismática como ninguna.

Los martes y los jueves estudia en un instituto para ser parvularia, quiere tener un almacén ya que por ahora venden en la calle.

Se acomodan para la foto, Vale le da instrucciones a Carmen de como posar. Son buenas amigas.

Nunca cayó la lluvia, el sol pega más fuerte, pasaron tres horas en este lugar. El hombre que vende granos y harina parece una estatua, sigue sentado en una grada con la mano en la pena. Esperando.

Vendieron dos pollos, las calles son angostas. El perro ya no está. (APQ)

DATO

La plaza Primero de Mayo se ubica en las calles Tomás Sevilla y Fernández.

VALE

El perro que husmeaba se acostó aburrido debajo de un auto. Vuelvo a donde inicié. Cuenca y Constantino Fernández, un grupo de mujeres conversan. Entre ellas Valeria Amancha y su mamá Carmen López, la vecina del horno de leña donde hacen el pan se ríe y se va corriendo, no le gusta las entrevistas.

La hija convence a la madre de hablar. Carmen trabajaba en una cafetería y también haciendo calzado con su cuñado pero no le quedaba tiempo para sus hijos.

A veces les vendía bultos de ropa que ya no usaba a las vecinas.

Valeria, está sentada sobre las prendas tendidas en el piso, mira atenta y pícara, es que ella inició todo, es la ‘dura’.

Mientras la madre trabajaba a Vale se le ocurrió salir a ofertar su ropa, “gané más de lo que mi mamá sacaba en los bultos. Y dije, ‘este es mi negocio’”, lo cuenta haciendo una seña de aprobación con su mano.

Valeria tiene 19 años pero a los 17 inició con este negocio. “Yo ya tengo mis conocidos, a mis amigos le digo: ‘yo vendo ropa usada si tú necesitas dinero extra, me dices y ya’”, es ocurrida y carismática como ninguna.

Los martes y los jueves estudia en un instituto para ser parvularia, quiere tener un almacén ya que por ahora venden en la calle.

Se acomodan para la foto, Vale le da instrucciones a Carmen de como posar. Son buenas amigas.

Nunca cayó la lluvia, el sol pega más fuerte, pasaron tres horas en este lugar. El hombre que vende granos y harina parece una estatua, sigue sentado en una grada con la mano en la pena. Esperando.

Vendieron dos pollos, las calles son angostas. El perro ya no está. (APQ)

DATO

La plaza Primero de Mayo se ubica en las calles Tomás Sevilla y Fernández.

VALE

El perro que husmeaba se acostó aburrido debajo de un auto. Vuelvo a donde inicié. Cuenca y Constantino Fernández, un grupo de mujeres conversan. Entre ellas Valeria Amancha y su mamá Carmen López, la vecina del horno de leña donde hacen el pan se ríe y se va corriendo, no le gusta las entrevistas.

La hija convence a la madre de hablar. Carmen trabajaba en una cafetería y también haciendo calzado con su cuñado pero no le quedaba tiempo para sus hijos.

A veces les vendía bultos de ropa que ya no usaba a las vecinas.

Valeria, está sentada sobre las prendas tendidas en el piso, mira atenta y pícara, es que ella inició todo, es la ‘dura’.

Mientras la madre trabajaba a Vale se le ocurrió salir a ofertar su ropa, “gané más de lo que mi mamá sacaba en los bultos. Y dije, ‘este es mi negocio’”, lo cuenta haciendo una seña de aprobación con su mano.

Valeria tiene 19 años pero a los 17 inició con este negocio. “Yo ya tengo mis conocidos, a mis amigos le digo: ‘yo vendo ropa usada si tú necesitas dinero extra, me dices y ya’”, es ocurrida y carismática como ninguna.

Los martes y los jueves estudia en un instituto para ser parvularia, quiere tener un almacén ya que por ahora venden en la calle.

Se acomodan para la foto, Vale le da instrucciones a Carmen de como posar. Son buenas amigas.

Nunca cayó la lluvia, el sol pega más fuerte, pasaron tres horas en este lugar. El hombre que vende granos y harina parece una estatua, sigue sentado en una grada con la mano en la pena. Esperando.

Vendieron dos pollos, las calles son angostas. El perro ya no está. (APQ)

DATO

La plaza Primero de Mayo se ubica en las calles Tomás Sevilla y Fernández.

VALE

El perro que husmeaba se acostó aburrido debajo de un auto. Vuelvo a donde inicié. Cuenca y Constantino Fernández, un grupo de mujeres conversan. Entre ellas Valeria Amancha y su mamá Carmen López, la vecina del horno de leña donde hacen el pan se ríe y se va corriendo, no le gusta las entrevistas.

La hija convence a la madre de hablar. Carmen trabajaba en una cafetería y también haciendo calzado con su cuñado pero no le quedaba tiempo para sus hijos.

A veces les vendía bultos de ropa que ya no usaba a las vecinas.

Valeria, está sentada sobre las prendas tendidas en el piso, mira atenta y pícara, es que ella inició todo, es la ‘dura’.

Mientras la madre trabajaba a Vale se le ocurrió salir a ofertar su ropa, “gané más de lo que mi mamá sacaba en los bultos. Y dije, ‘este es mi negocio’”, lo cuenta haciendo una seña de aprobación con su mano.

Valeria tiene 19 años pero a los 17 inició con este negocio. “Yo ya tengo mis conocidos, a mis amigos le digo: ‘yo vendo ropa usada si tú necesitas dinero extra, me dices y ya’”, es ocurrida y carismática como ninguna.

Los martes y los jueves estudia en un instituto para ser parvularia, quiere tener un almacén ya que por ahora venden en la calle.

Se acomodan para la foto, Vale le da instrucciones a Carmen de como posar. Son buenas amigas.

Nunca cayó la lluvia, el sol pega más fuerte, pasaron tres horas en este lugar. El hombre que vende granos y harina parece una estatua, sigue sentado en una grada con la mano en la pena. Esperando.

Vendieron dos pollos, las calles son angostas. El perro ya no está. (APQ)

DATO

La plaza Primero de Mayo se ubica en las calles Tomás Sevilla y Fernández.