Un prolongado asesinato

Por. Alan Cathey Dávalos
Nuestra literatura latinoamericana se halla impregnada de la providencial figura del caudillo, del líder iluminado que, convertido en Mesías, transformará la iniquidad y las injusticias, en progreso para el pueblo y en castigo para los malvados. Con más o menos énfasis en la superación o la venganza, ése tema ha sido desarrollado por nuestros más grandes literatos, desde Roa Bastos hasta el Gabo y Vargas Llosa, y resulta natural que así haya sido, pues refleja una realidad histórica innegable, la permanente presencia de esos redentores, y la subyacente esperanza de que  el futuro puede ser mejor.

Gulag y policía secreta.

No es el caso de la literatura rusa, en realidad  muy contemporánea a la nuestra, pues data recién del siglo XIX, con el surgimiento de un deslumbrante grupo de escritores, de la talla de Tolstoi o Dostoievski, que irrumpen en la literatura europea con enorme impacto.

En Rusia, la figura del monarca, del Zar, es tan inmutable como el sol o la luna, casi una inevitabilidad cósmica, a manera del Saturno mitológico, que de vez en cuando devora a sus hijos. Pero en la vida diaria, la presencia más directa y persistente, es la represión y el castigo, en sus variantes, asesinato, tortura y presidio, en forma alguna excluyentes entre si, pues podían aplicarse repetidamente, a excepción de la primera, claro. El territorio común que aglutina a los grandes literatos rusos es este, el del horror y la crueldad, el de la degradación y deshumanización de los  desdichados, atrapados en sus incontables millones, en la maquinaria insensible ideada para triturar los cuerpos y las almas de sus víctimas. Ya Dostoievski nos anuncia, desde los títulos de sus obras, por donde va la cosa.

“Recuerdos de la casa de los muertos” sería  un excelente título para Stephen King, el gran maestro del horror. En ella relata su terrible experiencia en un presidio siberiano, al que lo han condenado por expresar críticas al Zar y al gobierno, por lo cual es sentenciado. en un inicio, a la pena de muerte, sentencia que le es conmutada, in extremis, por el Zar, no sin que se haga una pantomima de ejecución, para diversión de los verdugos y escarnio de los rebeldes.

Muere un Zar reformista.

Es enviado a Siberia, donde pasará varios años, hasta ser indultado por el Zar Alejandro II, un extraño caso de un Zar reformista, que buscó traer a Rusia a la modernidad. Abolió la servidumbre feudal, rezago de una etapa superada en la Europa Occidental 4 siglos antes, que en Rusia terminó recién en 1868. Entre sus planes, estaba la creación de una instancia legislativa, propósito que se quedó en el tintero, al ser asesinado, por un grupo de jóvenes revolucionarios que atentaron contra su vida en 1881, matándolo casi de contado.

Autocracia a toda costa.

Sus sucesores entendieron perfectamente el mensaje, pues varios miembros de la familia imperial, habían expresado reservas acerca de la apertura del Zar, y los riesgos de aflojar la represión y ceder en algo el absolutismo de la autocracia. El origen divino del la autoridad del Zar no podía ser discutido, sin una merma en tal autoridad, pues ésa era la manera en que el pueblo ruso la entendía y la acataba.

Así había funcionado por siglos, y pretender restar algo de esa autoridad era un suicidio.

Naturalmente, tenían razón, como lo asumió su hijo y sucesor Alejandro III, que archivó los proyectos parlamentarios de su padre, para restablecer la autocracia con toda su fuerza. Tras un atentado previo que había sufrido el Zar Alejandro III, se creó un cuerpo de policía especial para la protección del Zar y para la seguridad del Estado, la Okhrana, que pronto se convertiría en un despiadado aparato de espionaje interno y represión, que operaría a sus anchas, sin reglas que la limitasen.

El fin de los Romanov.

El justificado temor por la prisión siberiana y el aún más justificado terror por la represión de la Okhrana, le aportaron casi 40 años de vida adicional a la autocracia zarista, pese a la incompetencia y descrédito de su último representante, Nicolás II, que verá derrumbar finalmente su dinastía, la Romanov, que había  gobernado Rusia por 3 siglos. La derrota ante Japón en 1904, la revolución de 1905, con su consiguiente represión, y la indiferencia ante los sufrimientos de las tropas durante la I Guerra Mundial, por la incompetencia de los mandos y la corrupción rampante, llevaron al final, en 1917, a la abdicación de Nicolás, y a la posterior ejecución de la familia imperial, por los revolucionarios bolcheviques de Lenin.

Cambio de nombre.

Caería el zarismo, pero de ninguna manera la concepción del poder, el autoritarismo, pues al fin y al cabo, la base ideológica adoptada y adaptada por Lenin, se definía a sí misma como la “dictadura del proletariado”, ni de los instrumentos del poder, la policía secreta, los presidios, a los que eufemísticamente, se pasa a llamar “campos de trabajo”, y al terror, todos los cuales se potencian enormemente. En 1930, se crea el órgano administrativo que tendrá a su cargo la gestión de los más de 400 “campos de trabajo”, en realidad campos de la muerte, bajo un nombre que adquirirá tintes siniestros rápidamente; GULAG.

Archipiélago del horror.

Alexander Solzhenitsyn describirá mejor que nadie el horror del sistema. “Archipiélago Gulag” es la devastadora revelación de hasta que punto puede llegar la perversidad de un Estado autoritario absoluto. De nuevo, cómo el tema de la represión, la tortura y la muerte son el leitmotiv literario. La enorme poetisa Ana Akhmatova, nos transmitirá su tragedia,  las prisiones de su hijo, porque su padre, Nikolai Gumilyov, un poeta crítico del régimen bolchevique que fuera fusilado, sin al menos un juicio, ni prueba alguna, tras ser declarado “enemigo del pueblo”. Será la memoria de una generación amordazada y sufriente por sus seres queridos atrapados, más allá de la esperanza, en el horror de los campos. En su “Requiem”, o en su “Poema sin héroe” queda reflejada la trágica realidad de una época que llevó a los campos a millones de personas, a las que se buscaba silenciar y alejar, para que la discordancia no molestara al poder.

Espías al poder.

El GULAG permanecerá vigente hasta 1960, cuando es formalmente disuelto, sin que esto significara algún cambio en la realidad, pues la represión, la policía secreta y los “campos de trabajo”, seguirían siendo parte esencial en el sistema soviético, hasta su descalabro en 1992. A estos horrores, el régimen agregó, desde su creativa cosecha, la novedosa idea de los “institutos psiquiátricos”, donde sus opositores, locos por definición al serlo, serían tratados con químicos y electroshoks,  de sus aberraciones.

Recordemos que el sucesor de Brezhnev será el Director de la KGB, Yuri Andropov, que logra lo que al espía y asesino de Stalin, Beria, le resultó imposible, alcanzar el poder absoluto, por ser el dueño de todos los secretos y vilezas de sus correligionarios en el Partido. Tras ocho años anárquicos en la Rusia post soviética, los servicios secretos retomarán el poder a través de uno de los suyos, el espía y agente de la KGB Vladimir Putin, para el restablecimiento absoluto de la tradicional estructura del poder, la represión, la policía secreta, el terror, y naturalmente, el Gulag, como quiera que hoy se denomine, al servicio de la autocracia.

Callar o huir.

Como antes, como siempre, quienes se han atrevido a levantar su voz y denunciar a los atracadores materiales y espirituales de Rusia, como en su momento lo hiciera otro Premio Nobel ruso, impedido por el régimen de recibirlo, Boris Pasternak, o el inquietante Solzhenitsyn, también prohibido, que debe exiliarse en Occidente para evitar repetir, a sus años, su experiencia en algún gulag siberiano, han debido a su tiempo, optar por el silencio o el exilio para sobrevivir.

Vacías ilusiones.

Las ilusorias expectativas occidentales sobre una apertura democrática en Rusia, carecían de fundamento, máxime cuando se intentó dar un apoyo real a las organizaciones que promovían un cambio en Rusia, cambio que, si hubiera tenido alguna opción, se tendría que haber acompañado con un robusto plan Marshall, para generar estímulos económicos vinculados a avances democráticos. Tal cosa nunca ocurrió, pues resultaba más fácil hacer negocios con la corrupta oligarquía rusa, más aún cuando, tras el brumoso gobierno Yeltsin, su sucesor, Putin, se pondría a la cabeza del mafioso aparato oligárquico. Lo tuvo muy claro Schröder, que sin enrojecer un ápice, pasó de sus funciones como Canciller de la República alemana, a operador y lobbysta de las principales empresas energéticas rusas, como Gazprom. A él le debe Putin la palanca de poder que Schröder puso en sus manos, al convertirlo en el principal proveedor de gas a Europa, posición que aprovechó muy bien en el momento de su agresión a Ucrania, para chantajear a la UE con la amenaza del corte del suministro. El desaclopiamiento europeo de su dependencia del gas ruso, ha resultado ser un proceso lento y muy costoso, que le ha significado una larga recesión.

El veneno como alternativa.

En 2010, tal escenario estaba aún lejano, y las protestas de algunos opositores denunciando los chanchullos del poder, jamás se tomaron muy en serio en la UE, y Putin pudo aplicar la fórmula de represión por el conocida, para aplicarla sin recelo. Asesinatos selectivos como el de Litvinenko, mediante polonio radioactivo, envenenamientos, como el sufrido por el líder ucraniano que se decantara por un acercamiento a Occidente, Viktor Yushchenko, envenenado con dioxina, quedando desfigurado, o del ex espía Kripal, que por los pelos se salvó, junto a su hija, de un intento de asesinato con un veneno neural desarrollado por la KGB, para deshacerse de personajes incómodos o espías tránsfugas, el ya famoso Novichok.

El Gatopardo de vuelta.

En medio de la práctica del asesinato como algo normal, como un asunto equivalente a una interpelación o poco menos, como se registra en el larguísimo prontuario que nos depara esa sucesiva e idéntica institución, la Policía Secreta rusa, que a lo largo del tiempo tan sólo cambia de nombre, así como sucede con sus presidios, cambiando todo para que, como en el Gatopardo, nada cambie.

Navalny y el coraje.

El caso más escandaloso en relación a la práctica del asesinato, además de la represión, la tortura, y el confinamiento en los gulags a cualquier opositor, ha sido el del activista Alexei Navalny, implacable crítico del gobierno ruso y de su líder, Vladimir Putin, y defensor de los derechos humanos, quien se convirtió en un feroz azote de la corrupción a los más altos niveles del régimen, incluso, y de manera destacada, del propio Putin. Sus denuncias sobre el llamado “Palacio de Putin”, una mansión extravagante de la que Navalny se burla, señalando algunos detalles hilarantes, como un escenario donde destaca un tubo de cabaret, al que supone será uno para un gigantesco shawarma, o el búnker que se ha construido debajo, para resistir hasta un ataque nuclear.

La sátira y la furia.

La publicación, por entregas, de los detalles de los excesos y el despilfarro incurrido en la obra, deben haber provocado la caída de numerosas cabezas en el equipo de seguridad presidencial, por no hablar de los probables cabezas de turco, los albañiles y demás obreros de la construcción, blancos mucho más fáciles. Con el relato, Navalny presenta además planos arquitectónicos, a los que añade renders, de su creación, que le dan una hilarante verosimilitud y cache a sus imágenes.

Si bien Navalny venía criticando a Putin y a su partido, Rusia Unida, desde mucho antes, al parecer la gota que derramó el vaso de la ira de Putin, fueron las detalladas denuncias de su palacete, llevando las cosas al siguiente nivel, más allá de las necesidades políticas de acallarlo, con juicios interminables, que iban a terminar, como más tarde lo hicieron, en las sentencias fraguadas por las complacientes autoridades de la “justicia” rusa, en penas de casi 30 años de prisión. Esto no aplacaría ya a Putin, para quien ajustar cuentas con su némesis, se volvió asunto personal.

Antecedentes tenebrosos.

Esto, con Putin o cualquiera de los líderes soviéticos o rusos anteriores, traía consecuencias, como en su momento demostrara Stalin, al purgar una y otra vez al Partido, al Ejército, y sobre todo, a los organismos de seguridad. Se estima en un millón los muertos en la llamada Gran Purga de 1936-38. Sus sucesores, más discretos, utilizaron el extenso “archipiélago” de prisiones descrito por Solzhenitsyn para el castigo a disidentes o rivales, posiblemente al no tener en sus manos tanto poder como el que Stalin alcanzó. Con Putin, tras un cuarto de siglo de un poder creciente, asfixiante, muy al estilo de Stalin, personaje que por otra parte, es venerado por Putin, ésas reticencias a usar el poder absolutamente, quedaron de lado. El reguero de muertes “extrañas” que se asocian a su nombre es bastante extenso, desde periodistas que osaron criticarlo, a sus propios compañeros oligarcas cuando se salieron de sus estrechos márgenes, y no se diga, a sus opositores políticos. Las listas de estos muertos, tiroteados, arrojados desde pisos altos, envenenados, se ha vuelto tema de colección, alcanzando cifras dignas ya de un asesino serial, solo que por interpuestas personas, a las que se ordena ejecutar los asesinatos.

Atentado fallido?

Cuando Navalny estaba volando de regreso a Moscú desde Siberia, se desplomó de pronto, obligando a un aterrizaje de emergencia para trasladarlo a un hospital. Había sido objeto de un atentado con el veneno de la KGB, el que fuera ya utilizado contra Skripal y su hija, que le había sido puesto en su ropa interior en su hotel, por agentes del FSB, que luego de su recuperación, hábilmente identificó, con sus nombres y apellidos. El hospital fue incapaz de diagnosticar el envenenamiento, y por una gran presión internacional, se consiguió que se lo pudiera trasladar a un hospital alemán, donde rápidamente identificaron al Novichok como el veneno utilizado. Lograron salvarle la vida aparentemente, pero Navalny, como más tarde le pasaría a Prigozhin, el Chef rebelde, era ya hombre muerto. Su regreso a Rusia fue un reto más a Putin, que se ensañaría con él, como era previsible.

Final de partida.

Su traslado, hace un par de meses, a un presidio aún más extremo, en el Ártico a la mitad del invierno, constituyó el aviso final. Su madre, que lo vió poco antes de su muerte, lo encontró bien y con ánimo. Tras el anuncio de su muerte, no ha podido ni siquiera ver el cadáver de su hijo, investigado hasta en su muerte. Curándose en salud, las autoridades penitenciarias han comentado que las laceraciones y tumefacciones en el cuerpo, corresponden a unas convulsiones,  de las que la historia clínica de Navalny nunca registró, no se vaya a creer que puedan deberse a palizas o castigos físicos, una acusación frecuente de reos mentirosos.

Civilización y barbarie.

La arbitraria retención del cadáver trae a la memoria una lograda definición, que establece la diferencia entre civilización y barbarie, por el respeto conque tratamos a nuestros muertos. Ante lo acontecido, queda claro hacia dónde se inclina la sociedad rusa y su liderazgo. Huelgan más explicaciones.

Como pocas veces, el título de una novela en un lejano país, le ha caído mejor a la realidad.

La Crónica.

El fin de Alexei Navalny, fue “La crónica de una muerte anunciada”. La diferencia está en que aquí no estamos ante el realismo mágico de García Márquez, sino ante el realismo ruso en toda su expresión. Cuando Navalny volvió a Rusia hace 4 años, cumplí con darle mi pésame, pues el ya había muerto, y lo sabía. Que encuentre la paz en la tardía tumba que le asignen, y que su memoria se mantenga y siga señalando a sus asesinos.