Equus asinus

Por Manuel Vivanco Riofrío
Los burros no son nada burros.

Nada más injusta esa vieja creencia de que los bellos “equus asinus” no tienen inteligencia, que son bobos y que definitivamente califican para brutos. Seguramente esa docilidad que los hacía fáciles compañeros para las jornadas de duro trabajo les atrajo ese lastimoso epíteto y les abrió su complicado destino, del que se han aprovechado por siglos los abusivos dueños, para así ponerles más carga que la debida y hacerles caminar más aprisa de lo que su pausada cadencia y elegancia les permite; claro, a punta de castigos físicos inhumanos con latigazos y palazos, y de impelerles palabrotas que nunca han entendido,  pero que,  por los feos y destemplados gritos se adivinaba la fiereza de sus verdugos.

Estudios han demostrado que los burros no solamente no son brutos, sino que son excepcionalmente inteligentes, que tienen una memoria fenomenal, que pueden recordar rutas complejas y reconocer animales que no han visto en mucho tiempo; que tienen un enfoque lógico y flexible para resolver muchos problemas.

Era fácil advertir que, en los caminos estrechos, llenos de lodo y de camellones, ellos sabían tomar decisiones y no cometían errores pasados, buscaban alternativas y hacían más fáciles los viajes en los trayectos que nos llevaban una y otra vez a los corrales de las montañas, durante las épocas de rodeo, para curar y marcar al ganado.

Si regreso al pasado de vacaciones, hacienda y pueblo en Vilcabamba, una de las imágenes más tiernas del reino animal que uno puede admirar es la de un pollino de pocos meses, un burrito de poco tiempo de nacido : blanco, pelón, con unos ojos enormes, unas pestañas que ya se quisieran espléndidas vedettes; una alegría desbordante que se manifestaba en sus maravillosos e inacabables brincos que ningún atleta podría imitar y esa capacidad de amar, al menos igual que la de los queridísimos perros.

Desde muy temprano los tiernos burros ya se incorporaban a la numerosa recua que traían las largas cañas de azúcar desde los cañaverales hasta la molienda, donde se transformaba primero en un líquido verdoso llamado guarapo y luego ya en las pailas, con el fuego del bagazo, llegaba al punto de miel, hasta finalmente transformarse en la melaza que sería vertida desde los tarros a las paneleras, donde tomarían esa forma de pequeños bloques llamados panelas,  que se apilarían más tarde en los puestos de los mercados, para que la gente compre y  endulce todo lo que quiera.


SE TOMAN SU DESCANSO

Durante muchas tardes y especialmente en los fines de semana que no trabajaban, los burros buscaban los portales del pueblo; aprovechaban cualquier techo para protegerse del sol y del bochorno de mediodía; veían que no habían personas a su alrededor y entraban con sigilo sin hacer bulla, incluso a los zaguanes más interiores de las casas, y se quedaban allí parados, como estatuas; hasta que eran arreados cariñosamente hacia afuera cuando los dueños de las casas terminaban su reposo de mediodía.

Entonces buscaban otros refugios y uno de los predilectos era pararse debajo de las plantas de floripondios, que tienen, cómo todos saben, incluso los burros, propiedades alucinógenas de poderosos efectos, pero ellos no mascaban su flor como lo hacían algunos humanos ni las ramas como otros animales, ellos solamente percibían su aroma y entonces se adormitaban, se hacían aún más lentos y pausados.

Pero sin duda se ponían alegres; era cuando mejor se los veía; con el calor de la tarde, sin que nadie los moleste y con el trance de los floripondios los burros eran los animales más felices de todo el valle de Vilcabamba.


MIS REGALOS

Durante el primer grado de escuela algunos amiguitos de la ciudad ya habían recibido una bicicleta de sus padres, eran de las marcas “Raleigh” y “Olympia”; al tiempo que yo esperaba para que tan pronto lleguen las vacaciones de fin de año me regalaran cuando lleguemos a la hacienda de Vilcabamba, un burrito. Antes, nos habían dado solamente unos pollitos amarillos de pocos días hasta que teníamos unos dos años, pero luego, al ver que pronto se hacían gallinas e iban a parar en la olla, renunciábamos a esos regalos y esperábamos para que ya a los seis años, como correspondía, nos regalen un pollino, equivalente a una bicicleta chica.

Al contrario que los caballos, que cada uno tenía su nombre propio, los burros no tenían nombre; parece que nunca les dieron; incluso, más tarde, cuando ya supe de la historia de Don Quijote y Sancho Panza me enteré que el caballo del uno se llamaba “Rocinante” y el burro del otro no tenía nombre, lo llamaba “rucio” que era un apodo, no un nombre, que significaba “sucio”.


No teniendo aún la edad para ser dueño de un caballo tenía que serlo de mi burrito hasta que cumpla los doce años de edad, por lo que en cada vacación de fin de año, y siendo cada vez más grande, decidí incorporarle poco a poco aparejos de caballo: primero calzarle herrajes metálicos hechos a la medida porque debían ser más chicos; el lomillo incómodo de madera de los burros fue cambiado por una montura de cuero que se acomodaba en los lomos de los caballos o mulas pequeñas; en vez de usar el simple bozal y soga  para conducirlo, decidí, con la ayuda de los expertos hortelanos, calzarle frenos, bocado y rienda ….todo eso hasta convertirlo en un burro elegante y diferente, que visto a la distancia parecía un pony.


Me molestó mucho, eso sí, saber que no me podía llamar “jinete” porque esa palabra estaba reservada para los que montaban caballos y no burros; el nombre del que cabalga un burro era “burrero” por lo que aparte de no aceptarla, por supuesto, creí que era otra discriminación contra ellos y también contra los humanos que cómo yo, los montábamos; porque sentíamos sobre sus lomos la contaminación de la tontería que injustamente les endilgaban.


Hasta que empece a ver por todos lados que aquellos “burreros” no eran cualquier persona; ni en el Pueblo ni en el campo de la hacienda ni en los barrios de los “arrimados” podían ser cualquiera: todos eran personas serias, muy respetadas, apacibles y tranquilas; queridas por los demás trabajadores; y no eran jóvenes, eran más bien los más viejos de las pequeñas comunidades. Sus piernas largas permitían que casi toparan el suelo con las puntas de su “oshotas” cuando calzaban, o con sus dedos cuando descalzos. Con las tradicionales alforjas al hombro o debajo del lomillo a veces vacías a veces con algunas yucas o compras de la tienda; siempre estaban pensativos como meditando, y saludando cada vez que se cruzaban con un caminante.

No necesitaban conducir a sus burros porque ellos conocían sus caminos, ellos decidían cuando parar cuando estaban cansados y cuando rebuznar que no siempre era por haber avistado a una burra; muchas veces era solamente para romper el abrumador silencio de las montañas.


Una vez comprobado que yo era parte de esa cofradía de “burreros” me sentí más tranquilo y alagado de ser uno más de ellos. Aun siendo muy chico aprecié ser parte de ese selecto grupo de “burriciegos” como también otros nos decían; que podíamos cabalgar lento y con seguridad por los hermosos caminos de herradura que el Valle tenía por todos lados; a veces junto a las quebradas y a los ríos, que eran los paseos más agradables por la música del agua.


Y también, más tarde, cuando ya sabía de la existencia de Sancho Panza, comprendí su sabiduría y la de su amo, cuando le regaló un jumento y no un caballo para caminar juntos los caminos de La Mancha. Desde el lomo de su burro el escudero de Don Quijote aprendió mucho de su sabio compañero que enloqueció del “poco dormir y del mucho leer….hasta que se le secó el cerebro” y aprendió a decir refranes y pensamientos iguales o mejores que los de su amo. Todo montado en un burro.

Aún hoy en día, ya no en el Pueblo Cosmopolita de Vilcabamba pero cerca, en los Valles vecinos de Quinara, Malacatos y Yangana podemos ver a piaras de diez y más burros en filas de dos o tres a lo largo de las mejoradas carreteras, llevando la caña de las cementeras al trapiche.


Apenas se puede ver sus cabezas y las partes bajas de sus patas porque llevan la carga de un pequeño camión; parece que han sido disfrazados de tortugas con las cañabravas como caparazón. Caminan lento, sin prisa pero sin pausa, sin que ya nadie los guíe ni los puye, operan solos, se dejan descargar en su destino y con un pequeño arrear regresan para traer otra carga; así todo el día de ocho a cinco, con pequeños intervalos para tomar agua y mascar trozos de la misma caña que transportan y cogollos de las cañabravas;. Ellos solos se buscan su alimento y agua, nadie los atiende.

Siguen siendo, a pesar de tantas leyes que proejen a los animales. los tradicionales burros de carga cruelmente explotados.


No creo que nadie los protege a ellos. Ni los yasunidos tan preocupados por los animalitos de la Amazonía, ni las organizaciones internacionales que velan por los derechos de los seres vivos sin voz, hayan pensado en proteger a los martirizados burros.


En los siglos XVI al XX las haciendas ecuatorianas que tenían una buena población de jumentos, tenían una gran ventaja sobre las otras porque el transporte de los productos a los mercados era mejor y más ágil con ellos; los caminos internos y las malas carreteras no eran obstáculos mayores para ellos que podían sortear todos los caminos, y los costos, comparados con los camiones y camionetas era enorme. Los burros soló exigían pasto y agua; incluso su fortaleza física y anatómica era tan fuerte que solo esporádicamente se sabía que un burro estaba enfermo.


En algunos pueblos de la Sierra como en Salcedo, se hacen aún desfiles y carreras de burros que bien ataviados y con damas y reinas sobre sus lomos pasean su elegancia y mansedumbre por las principales calles de la ciudad.


Parece lamentablemente que, cómo los unicornios, están en peligro de extinción; salvo que las viejas haciendas con aire imperial renueven su población bajo el plan estratégico de Hosterías turísticas y enseñen a los niños modernos a subirse en los burros que sin la menor duda será una experiencia muchísimo mejor que montarse en una bicicleta a lo largo de las calles congestionadas y peligrosas de las ciudades.

Manuel Vivanco Riofrío 

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