Anacronismos

Autor: Revista Semanal | RS 56


Es asombrosa la cantidad de tinta, imágenes y filmaciones que se han gastado en estos últimos meses, en torno primero al deceso de la Reina Isabel II de Inglaterra, y luego, a toda la parafernalia relativa al elaborado proceso de asunción al trono de su heredero Carlos, el tercero de tal nombre en la dinastía real de la Gran Bretaña. Toda esta fanfarria culminará el 6 de mayo, con la coronación de Carlos III, según el complicado ceremonial protocolario que está previsto para este evento.

No deja de sorprender que, a estas alturas del siglo XXI, varios millones de personas, en la Gran Bretaña y fuera de ella, dispuestos a pasar horas ante las pantallas, para no perder detalle del ceremonial, o de preocuparse por estar al día de chismes y rumores, mientras más truculentos y desagradables, mejor, en las ubicuas y hasta inicuas redes sociales.

Arcaicas monarquías

Siete mil años atrás, con el surgimiento de las primeras ciudades, nació también una forma de gobierno, unipersonal y absoluta, a la que se llamará monarquía, el gobierno de uno, en griego. Es notable la persistencia durante los últimos seis mil años, de esta modalidad de gobierno, que sin duda es el más antiguo del mundo. Bajo diversas denominaciones, reyes, faraones, césares o sus derivaciones eslavas, zar, o germánica, káiser, se ha identificado a esta figura como a la esencia del Poder.

Para ratificar aún más su autoridad, hasta no hace mucho, se asociaba al Rey con la divinidad, cualquiera que ésta fuese, estableciéndose el concepto del “derecho divino”, como fuente originaria e indiscutible de su autoridad.

Imaginario colectivo

El Rey, e incluso la Reina, se convertirán en el eje de multitud de relatos, piezas literarias, óperas, obras de teatro y hasta de cine. Está firmemente asentado en el imaginario colectivo, casi arquetípicamente, como el que está destinado a conducir, a guiar al conjunto de la sociedad.
La conjunción real con alguna religión, es frecuente, y la encontramos en los “reyes católicos”, Isabel y Fernando, en España, asi como en muchos monarcas europeos, que serán proclamados como “defensores de la fe” a lo largo de la historia, entre ellos el rey Enrique VIII de Inglaterra, que propiciará la separación de la iglesia anglicana de la rama católica.
En la tradición islámica, el Califa conjuga las figuras del conductor político con las de lo religioso, al igual que los faraones de Egipto, que eran a la vez, reyes y dioses. En Bizancio, se amalgaman el poder real y el religioso, en lo que se denominará “césaro papismo”, una provechosa complicidad entre estado e iglesia, que se trasplantará firmemente a las monarquías rusas, desde sus inicios.



Reyes de toda índole

Figuras reales se han asociado a la sabiduría, como el Rey Salomón, a la riqueza, como su asociada, la Reina de Saba, o, extrañamente, a la virtud, como Isabel I de Inglaterra, que fuera conocida como la Reina virgen. Todavía se celebra, en el mundo católico, el Día de Reyes, que recuerda la adoración al Cristo recién nacido por tres exóticos reyes que han venido de lejos a conocerlo. El mismo Jesús será burlonamente consagrado, según el relato neotestamentario, como “Rey de los Judíos”, por los romanos. Hay sin duda reyes malvados, como el Rey Herodes, un precoz infanticida, al decir de los evangelios, y, como es obvio, también buenos, como el bíblico rey David.

“Alergia” a los reyes

Grecia y Roma desarrollan tempranamente una alergia a los reyes, que lamentablemente será superada más adelante. Atenas será la pionera en buscar una forma de gobierno que no se reduzca a la voluntad omnímoda de un individuo, y logra, por un breve tiempo, crear un sistema abierto para tomar decisiones, en función de la participación de sus ciudadanos en los asuntos públicos, al que denominaron democracia, que fue imposible de mantener en un tiempo de convulsiones e imperialismo, que determinaron su final. Su recuerdo sería rescatado 14 siglos después, para volverse el eje del pensamiento político europeo, con la Ilustración, que desbarata los fundamentos de la monarquía, desde lo filosófico a lo ético.

En Roma, la expulsión del último rey, Tarquino el Soberbio, marca el inicio de la República Romana, cuyas instituciones políticas todavía perduran, en conceptos tan básicos como la ciudadanía, la subordinación a las leyes, o el Senado, un espacio de representación mucho más amplio e integrador que las cerradas cortes reales.

Durante los 5 siglos de vigencia de la República, la más grave acusación que se le podía endilgar a un ciudadano romano era la de albergar ambiciones monárquicas. A una de las más destacadas personalidades que produce Roma, Julio César, su presunta pretensión de convertirse en Rey de Roma, le cuesta la vida, asesinado por senadores que lo ven como una amenaza para la República. Ésta sucumbe finalmente, para dar paso a los emperadores “divinos”, que, como los dioses, pueden ser buenos y malvados, dándonos, junto a unos Trajanos y Marcos Aurelios ejemplares, unos monstruos como Calígula o Nerón.

Esta es posiblemente, de entre las principales objeciones prácticas a la monarquía, en efecto, una lotería genética a la que juegan las sociedades al adoptarla como su modelo de gobierno. Es una rareza en la historia que un gran gobernante tenga la suerte de ser sucedido por un heredero tan o más capaz que él. De los pocos ejemplos que se han dado, tal vez el más notable sea el del Rey Filipo de Macedonia, el creador del reino y del ejército macedonio, y de Alejandro El Grande, su hijo, que conquistará el Imperio Persa, construido durante siglos, en el breve espacio de su vida, terminada a los 33 años. El otro caso que se viene a la memoria es el del Rey David, y su hijo Salomón.

Mantener el pasado

En todo caso, estamos hablando de unos momentos históricos completamente lejanos, distintos y distantes de las realidades de un mundo que adquirió conciencia de principios y valores esenciales, respecto de la libertad individual y de la igualdad de las personas ante la Ley, con la obvia conclusión de que esa igualdad excluye la posibilidad de que, por un capricho dinástico, ni siquiera uno genético, a alguien le corresponda gobernar, por “derecho divino”, a nadie.

En el extremo del antimonarquismo, la Revolución Francesa de 1789, en un paroxismo de resentimiento popular por una opresión institucionalizada de siglos, eliminó físicamente al monarca y a la reina, guillotinándolos. El precedente para este proceder lo había establecido, 150 años antes, el Parlamento inglés, que ejecutó al rey Carlos I, por traición, permaneciendo el país durante varios años como una república, situación única en la historia de Inglaterra. Tras la Revolución rusa de 1917, la familia real, por completo, será asesinada por orden de Lenin, para evitar que se volviera núcleo de la resistencia a la implantación del régimen bolchevique en lo que sería la URSS.

Prevenir la tiranía

La Ilustración, si algo ilumina y previene, es el riesgo de la tiranía, encarnado en esa calidad real, que no debe rendir cuentas de sus actos a nadie. Partiendo de la noción de la igualdad humana, la alternativa al poder absoluto será el gobierno electivo, pero sujeto a la Ley, con sus límites claramente determinados, y con la prevención adicional de jueces y legisladores independientes del ejecutivo, creando un sistema de balances y contrapesos, para hacer más difícil el retorno de la tiranía.

Los conceptos democráticos fueron la nueva norma difundida en el mundo occidental, eliminando, en buena parte de él, a la figura del Rey. Sin embargo, por tradición, en otros se ha mantenido, ceremonialmente, la figura monárquica, despojada ya de otra autoridad que no sea la simbólica. Estos monarcas de la modernidad, “constitucionales”, como se los ha llamado, han sido presentados como un factor de unidad nacional, muy discutible, por cierto.

Cabe la pregunta del sentido que puede tener hoy, en 2023, el mantener un evidente anacronismo, que además de costoso, no parecería muy edificante, si nos remitimos a los escándalos que frecuentemente protagonizan figuras de la realeza, como el “rey emérito”, dedicado a la cacería de elefantes, o a los hijos del Rey Carlos III, enfrentados como perros y gatos, por no comentar de las infidelidades del Rey y de uno de los príncipes.

Una institución ya inútil, que además es motivo de censuras y de chismes, como que carece ya de sentido.

Las nuevas monarquías

Que en el mundo se haya extendido la idea de la Ilustración, la de la sociedad democrática, cuyos gobiernos son producto de la voluntad mayoritaria de sus ciudadanos, expresada en unas elecciones libres, gobiernos que deben sujetarse a la Ley y responder por sus actos a una justicia independiente, no significa, de ninguna manera, que éste decisivo avance en la larga lucha por establecer límites al poder se haya establecido con firmeza en el mundo. De hecho, todavía en buena parte del planeta, el ejercicio autoritario y absoluto del poder es una realidad palpable y diaria.

La modernidad no usa ahora el término “rey”, o alguna de sus acepciones, pues, al fin y al cabo, 250 años de mala prensa hacia las monarquías, hacen hoy poco deseable, o, cómo está de moda decir, “políticamente incorrecto”, usar esa denominación para los autócratas actuales, soberanos de sus pueblos, en todo menos el nombre.

Zares, emperadores y despostas menores

¿Cómo llamar a Vladimir Putin sino como el zar de todas la Rusias, amo y señor, dueño de vidas y de haciendas, en la tradicional forma de servidumbre que se le ha impuesto, por los últimos mil años, al pueblo ruso? ¿Como se puede pedir a una población que nunca ha conocido otra cosa que la opresión, el terror y los más terribles castigos a la más mínima desobediencia, que se sacuda un yugo que se ha vuelto consustancial a su naturaleza? Las instituciones más características, y, por cierto, más permanentes en la sociedad rusa y en su memoria colectiva, son la policía secreta, donde se formó y forjó Putin, como otros siniestros personajes de la trágica historia rusa, y el Gulag, que, sin ese nombre, fuera utilizado por los zares para encerrar a quienes osaban expresar disensos con el poder, siendo enviados a Siberia o al Gran Norte, para que fueran devorados por las tundras heladas. ¿Cuál será el poder de la FSB rusa, que entre sus reclutas están incluso los sacerdotes ortodoxos, que para serlo deben aceptar ser informantes y parte de la policía secreta, desde el Patriarca Kirill hasta el último monje? Ahí se entiende la fidelidad perruna de la Iglesia Ortodoxa al nuevo Zar, y las oraciones por el “padrecito Putin” en los conventos.

¿Qué término emplear para referirnos a Xi, el restaurado emperador chino, que modificó la legislación para obtener un mandato perpetuo, como corresponde al Hijo del Cielo, bajo el modesto título de Secretario General del Partido Comunista, el conveniente membrete bajo el que se presenta el Imperio Chino, en marcha a su reconstitución?

Los déspotas menores, alentados por esos Estados poderosos, han visto su oportunidad de eternizarse en el poder, apoderándose de sus países para su beneficio y usufructo, alineándose con las más arcaicas formas del poder absoluto. Vemos a Bielorusia bajo el yugo de Lukashenko, en el poder desde el colapso de la URSS hace 31 años, convertida en una colonia rusa, apéndice lamentable del imperialismo de Putin inspirado en el Russki Mir, el mundo ruso, una nebulosa noción que le permite al amo del Kremlin reclamar como propio cualquier lugar donde habite un ruso que, a su criterio, éste siendo maltratado.

Miramos como la dictadura de Myanmar se dedica a exterminar a su propio pueblo, con la bendición de Pekín, tal cual la diera, hace 45 años, al Khmer Rojo, para el exterminio del pueblo camboyano.

Por acá tenemos a nuestros déspotas tropicales, Maduro y Ortega, fervientes admiradores de un Putin al que seguramente considerarán un miembro camuflado del Partido Comunista, que han logrado la integración del neo marxismo del siglo XXI, con la delincuencia organizada, lo que les permite eternizarse en el poder y seguir saqueando a placer.

Las Dinastías

Asistimos absortos a la consolidación, en varios países, de dinastías gobernantes, de larga o corta data. La llamada Casa de Saud ha gobernado Arabia Saudita por cerca de 2 siglos, al principio como reyes pastores de ovejas y camellos, hasta que el detestable mundo occidental los convirtió, de la noche a la mañana, como actores de algún cuento de Simbad, en repentinos multimillonarios.

Desde hace 75 años, se ha establecido en Corea del Norte, la dinastía Kim, que va por su tercer heredero, Kim Jong Un, dedicado a lanzar cohetes y fabricar bombas atómicas, en medio de las periódicas hambrunas de su pueblo, uno de los más pobres del mundo.

En Siria, la dinastía Assad ha reinado desde los años 70 del siglo pasado, llegando ya a los 52 años de gobierno, entre Hafez, el fundador de la dinastía, y su hijo Basher, el heredero, que ha debido enfrentar la rebelión de su pueblo, con un éxito matizado por medio millón de muertos y 8 millones de fugitivos refugiados por todo el mundo.

Las monarquías de Golfo Pérsico se mantienen muy firmes, también por los ingentes recursos petroleros que la tecnología occidental puso en sus manos.

La democracia, cuesta arriba

Cómo podemos ver, la tentación autoritaria es muy potente. Incluso hoy, al interior del mundo democrático, asistimos al retorno de propuestas que parecían superadas, en los países con las más conspicuas credenciales democráticas.
En la Francia de la Revolución, la Sra Le Pen aparece hoy como el personaje más atractivo, de cara a una elección.

En el país más sensible a las voces nacionalistas, Alemania, la AFD mantiene un atractivo muy extendido, sobre todo en el Este, y en Austria, los nacionalistas extremos están al acecho.

En Italia, la Sra Meloni ya es poder, y en Suecia, los nacionalistas alcanzaron una muy sonada victoria.

Así las cosas, para quienes tenemos a la democracia, sus principios y valores, como la alternativa de la razón, de la justicia y de la decencia, debemos enfrentar, como dice Borges, “al mal, pero sin asombro y sin ira”.