Tapar el sol con un dedo

Los ecuatorianos tenemos miedo. Sin embargo, distintas instancias del Estado intentan convencernos de que estamos equivocados.

Una y otra vez, nos recuerdan los cientos de toneladas de cocaína que se han incautado en los últimos dos años y que la ola de violencia es la consecuencia. Sin embargo, esas incautaciones —que suman apoyo internacional y suben el precio de la droga en terceros países— poco ayudan a la inmensa mayoría que vive bajo la tiranía del crimen.

Los asesinatos se han sextuplicado en cinco años, pero intentan convencernos de que acaecen solo entre bandidos, cuando a diario matan, secuestran y extorsionan a personas inocentes, hay incluso conductores escopolaminados en plena revisión vehicular. Mientras más se eleva el perfil del delito, más rápida parece la respuesta; pero, por cada caso sonado, decenas quedan en la impunidad aupados por el silencio que recomiendan las autoridades.

Las calles se llenan de agentes en feriados y fin de mes, asoman en cada esquina, multando por contravenciones menores; en las noches, las calles se quedan vacías.

Desesperada, la ciudadanía reclama seguridad y denuncia zonas en franco abandono. Los gobiernos, nacional y seccionales, la Asamblea, los jueces y fiscales se culpan entre ellos y, de paso, al Consejo de la Judicatura, al de Participación y a quienes votaron por el ‘No’.

Pretender casa afuera que la crisis no es “tan grave” incrementa la sensación de inseguridad y desamparo. Así como el Gobierno transparenta sus cifras económicas y renueva su política de comunicación, debe hacer lo propio en materia de seguridad.

Ecuador desciende hacia la violencia que, hace un par de décadas y tras crisis parecidas, vivieron las ciudades mexicanas y brasileñas. Quizá aún se puede evitar.