Meritocracia, el camino

Karla Estrella Mejía

Karla Estrella Mejía

Existe una línea muy frágil entre el ser, y el deber ser, del servidor público; podría asegurarse que hoy se vive una crisis en las instituciones del estado. Se ha normalizado una especie de servicio público que responde mejor a prebendas, prácticas clientelistas y cultura de coima en la mayoría de trámites. Producto de ello, millones de ecuatorianos son víctimas de un sistema que no responde oportunamente a las necesidades más apremiantes, aumentándose la desigualdad e injusticia social.

¿Pero, qué sucede con las instituciones públicas? ¿Se siguen protocolos que regulen y depuren a los funcionarios públicos? En su mayoría, estos son hombres y mujeres de bien que brindan su contingente con pasión y profesionalismo, pero unos cuantos hacen lo contrario.

El servicio público nace en el Imperio Germánico en los años 1600, creado bajo 3 principios: conciencia del deber, conocimientos, e integridad; máximas que han perdurado y que hoy aparecen integradas en la idea de meritocracia, una forma de gobierno que determina la capacidad, experiencia e integridad en los funcionarios, a fin de que los más idóneos puedan servir a la ciudadanía. Esta idoneidad no debe ser tergiversada, sino entendida desde la visión de Platón, quien planteó que quienes deben ir al gobierno, son personas de bien, que sabiendo que no van a algo ventajoso para ellos sino para los demás, irían con la convicción de que son los indicados para esa misión.

Sin duda, la meritocracia es un arma que puede potencializar el servicio público, pero como toda arma, se la debe usar con cautela, evitando que en nombre de ella se legitime la entrega de puestos a quienes más títulos posean, sin priorizar un proceso de desarrollo del actual servidor público, brindándole herramientas para profesionalizarse y además, depurando a los malos elementos. Una política pública que aplique la meritocracia en justa medida, es el camino hacia un servicio público de excelencia.

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