El solsticio y la Navidad

Pablo Granja

Mientras se mantuvo en vigencia el calendario juliano, desde el año 45 a. C., en Europa se estableció al 25 de diciembre como la fecha del solsticio de invierno; sin embargo, este calendario tenía una imprecisión consistente en que se desfasaba con el solsticio astronómico, adelantándose tres días cada cuatro siglos. En 1582, el papa Gregorio XIII, ordenó poner en vigencia el calendario gregoriano, con lo que el solsticio de invierno empezó a registrarse cada 21 de diciembre con una variación mínima de apenas un día en 3.000 años. El solsticio es el momento en que el hemisferio norte se encuentra más alejado del sol por lo que es la noche más larga del año, pero a partir de la cual los días empiezan a ser más largos. Este hecho astronómico era conocido desde la antigüedad y por ello también ha tenido distintas interpretaciones que dependen de las culturas, siendo la más común la de considerar un renacimiento de la Tierra que se celebraba con diferentes rituales, inspirados en mitos y leyendas relacionadas con la intensidad o energía solar; la precisión del acontecimiento también permitía asociar con las fechas en que debían iniciarse las siembras o el apareamiento de los animales. Para los romanos era la celebración del Sol Invicto, o sea el regreso de la luz que había triunfado sobre las tinieblas, tradición que fue sustituida con la celebración de la Navidad establecida con la difusión del cristianismo.

Las celebraciones de veneración al Sol en la América prehispánica también tenían gran relevancia. Por encontrarse en el hemisferio sur, las poblaciones andinas celebraban el solsticio de invierno, Inti Raymi, cada 21 de junio; mientras que el 21 de diciembre celebraban el Capaq Inti Raymi, o Fiesta del Gran Sol. Ambas fueron prohibidas en 1572 por el virrey Francisco Álvarez de Toledo por considerarlas como ceremonias paganas y contraria a la fe católica.

Desde la aparición del cristianismo el 24 de diciembre se celebra el hecho más importante de su liturgia como es el nacimiento de Jesús, hijo humanizado de Dios y enviado para salvar a los hombres que han caído en las tentaciones de este mundo impío. Y aunque es una fecha que se celebra en familia, este rito de salvación y gratitud ha ido perdiendo su verdadero significado, inclusive entre quienes aún gozan del privilegio de la fe. Independientemente de profesar cualquier creencia religiosa, o inclusive ninguna, parecería que en el mundo entero nos hemos acostumbrado a desestimar los mensajes que nos han sido legados desde el pasado mediante historias, parábolas, alegorías, fábulas, metáforas, relatos, mitos y leyendas.

La interpretación de la Navidad, como un acto sublime de humildad que relata el nacimiento del Hijo de Dios en las condiciones de indigencia más extrema; de esperanza porque hay un mensaje de reconciliación entre lo divino y lo humano; de amor porque no puede haber un sentimiento más genuino que la maternidad; en muchos casos ha pasado a un segundo plano para convertirse en un agravio a la pobreza; en el escaparate desde el cual se exhiben la vanidad y el orgullo; y muchas veces en la demostración de una opulencia adquirida a través del desfalco.

Moros y cristianos, judíos y budistas, agnósticos o indiferentes, nadie debería permanecer impávido ante el mensaje de solidaridad que se celebra. Una solidaridad con los enfermos que no sanan, con los ausentes que no regresan, con los humildes que no tienen, con los solitarios que sufren, con los hambrientos que no cenan. 25 de diciembre, día en que el Sol Invicto ha vencido a las tinieblas, en que la Tierra marca el momento de la recuperación y que se recuerda la ofrenda de Dios a la Humanidad, debería ser una fecha para la reflexión sobre la recuperación de los valores, del respeto al derecho ajeno y al bien común, de la reconciliación y el arrepentimiento. Una fecha para cumplir las promesas y renovar las intenciones.