Las abuelas

Lorena Ballesteros

Las abuelas son como las madres, pero en patineta. Es decir que son más aventureras, más desenfadadas, menos estrictas y más adulonas. Las abuelas nos rompen los esquemas. A veces nos malcrían. Pero no hay mejor fuente de consuelo que sus brazos. En su compañía la existencia se llena de dulzura, como si la vida fuese un eterno algodón de azúcar.

De no ser por mi abuela, a quien nunca la llamé ‘abuela’, sino ‘Mamia’, no habría conocido la placentera sensación de la tiranía en la infancia. En su casa desordené los cajones que en la mía no estaba permitido. Comí altas dosis de azúcar en horarios prohibidos. La hora de dormir fue relativa a las actividades de entretenimiento nocturno. Y si bien la higiene personal nunca fue negociable, el aseo podía ocurrir pasado el mediodía y con baños de tina que constantemente terminaban en apoteósicas inundaciones. ¿Alguna vez se enojó conmigo? ¡Qué va! Podía maldecir a cualquiera, pero difícilmente retar a su ‘Lore’.

Solíamos divertirnos a lo grande. Fue ella quien me enseñó a bailar. Luis Miguel, Emanuel o Mijares eran indispensables en su repertorio. La clase de baile incluía también el canto, porque se sabía todas las letras y aunque no las supiera las cantaba a viva voz. Intentó inculcarme su vanidad extrema. Algo en lo que no salió victoriosa. La Mamia podía cepillarse el pelo a cada hora, mientras que yo, hasta la fecha, evito pasar por enfrente de espejos.

Sin duda, en los años de la infancia las abuelas, esas que son como madres, juegan su papel protagónico como entretenedoras. Sin embargo, con el paso de los años se convierten en compañeras y cómplices. A la Mamia no dejé de contarle sobre los chicos que me gustaban, como tampoco dejé de hablarle sobre mis crisis existenciales de la adolescencia. En la adultez conseguí que me confesara alguno que otro secreto suyo. Cuando fui madre me dio consejos y puso a mi hija y su bienestar como prioridad en su lista de peticiones a todos los santos. Nunca olvidaré el brillo de sus ojos cada vez que la miraba.

Ya en los últimos años de la Mamia, los roles se invirtieron. Ya no busqué en ella diversión o sabiduría. Comprendí que era el momento de ser yo quien la mime, quien la visite, quien le acaricie, quien le diga ‘te quiero’.

En buena hora mi hija también tiene a su madre en patineta. Su ‘Abu’, como le llama a mi mamá, es esa fuente inagotable de amor. Es la que la mima, la cuida, la malcría, la comprende y la defiende. Me pregunto, ¿qué sería de nosotros sin las abuelas?