Acostumbrados a no tener respuestas

En el Ecuador de hoy, nadie está a salvo; se asesina a soldados, policías, jueces, fiscales, abogados, empresarios, periodistas y estrellas de televisión. Es usual que, incluso en tales casos, pase el tiempo y los investigadores nunca den con los responsables; o, peor aún, que se agarren de algún irrelevante autor material para pasar rápido la página.

En este contexto, es gravísimo privar al país de la verdad total —de los autores intelectuales y su motivación—. Ya que el Estado deja tantas preguntas sin respuesta, pululan supuestos expertos, aspirantes a agentes encubiertos y vendedores de humo que, recurriendo a supuestas fuentes secretas, dan rienda suelta a la imaginación y fabrican narrativas fantasiosas que la sociedad acepta, por inercia, como verdad.

Sobran las teorías —la de la injerencia de carteles extranjeros, la de pactos con fuerzas políticas internas, la del Estado cooptado por la narcopolítica, la de ajustes entre camarillas, etc.— pero hasta el momento las autoridades no ofrecen evidencia contundente ni relatos coherentes; la única certeza es que cada vez mueren más ecuatorianos asesinados, y la única respuesta que obtienen sus familiares y la comunidad son conjeturas fantásticas.

Para trabajar a puerta cerrada, es cómodo ocultarse tras pretextos como la “seguridad nacional” o el supuesto ingenio insuperable de los criminales—como si un Estado no contase con recursos, tecnología y profesionales más capaces que los de cualquier cartel—. El problema es que cuando no se rinde cuentas, la tentación de la incompetencia se torna irresistible.