Los retos de ser migrante en Quito

POBREZA. Madres migrantes salen con sus pequeños a trabajar en las calles de Quito.
POBREZA. Madres migrantes salen con sus pequeños a trabajar en las calles de Quito.

Falta de acceso a salud, humillación e insuficientes oportunidades laborales son algunos de los problemas que deben superar los migrantes en la ciudad.

Su labio tiembla ligeramente mientras las arrugas de su rostro se fruncen. Las canas se escapan del gorro verde con el que trabaja todos los días vendiendo bebidas energizantes en un semáforo del norte de Quito, su «oficina».

John Pérez, de 57 años, recuerda vívidamente el momento en el que se quebró luego de haber llegado a la ciudad.

«Me subí a un bus a vender bebidas. Un grupo de tres personas, ecuatorianos todos, me llamaron para que les venda una. Fui y al momento en el que le estaba entregando la bebida, uno de ellos me golpeó por detrás con una bandera de Ecuador de plástico», dice.

No le dolió tanto, pero el golpe, al llegar a su casa, le sacó lágrimas. Más que la agresión fue el sentirse humillado. “No es raro que personas me insulten o me digan que me vaya a mi país y que les quito el trabajo o incluso piensen que les voy a robar».

En más de una ocasión, según cuenta, ha perdido ventas cuando sus potenciales clientes escuchan su acento.

En Venezuela, Pérez manejaba tres negocios y era contratista de otras empresas. En Quito intenta sacar adelante a su familia con varios trabajos. «Trabajo de 10:00 a 17:00, según el clima, vendiendo estas bebidas. Después salgo a hacer delivery con la moto hasta las 22:00 o 23:00, según como vayan los pedidos», explica.

Pérez llegó hace cinco años a Quito. Ese proceso ha sido una de sus más grandes pruebas. Las condiciones en las que se vio sumido su país «por los malos gobiernos» le obligaron a migrar. Esto, junto con la imposibilidad de manejar negocios propios sin intervención del Estado.

«Aquí la vida ha sido dura. Al principio tuve que trabajar de lo que salía para poder pagar la visa y otros papeles. Desde ahí tuve que arreglarme la vida y patear calle, como se dice en Venezuela», dice.

Vive con sus tres hijos, todos adolescentes, y su esposa. Se percibe a sí mismo como uno de los afortunados, pues «muchas personas llegan acá caminando y no tienen forma de salir adelante o simplemente no consiguen en qué trabajar».

Entre sus sueños está lograr que sus hijos ingresen a la Universidad y salgan adelante en «este país que a veces parece tan extraño». Uno de ellos entró a una institución pública para estudiar contabilidad y espera que «los demás puedan cumplir sus sueños».

Así como él, según datos de  la Agencia de las Naciones Unidas para los Refugiados (Acnur), más de 100 mil migrantes venezolanos viven en Quito buscando mejores oportunidades de las que pueden obtener en el país que, como el caso de Pérez, tuvieron que abandonar por condiciones sociales, políticas o de violencia.

Según Fernando Sánchez, secretario de Inclusión de Quito, la ciudad se ha convertido en un punto de destino y tránsito de migrantes, sobre todo, venezolanos por la coyuntura que vive el país sudamericano.

En el semáforo

Retos, como la falta de oportunidades laborales, no son los únicos que tienen que vivir las personas que llegan como migrantes a la ciudad.

Karla Berbín tiene 22 años. Con unas sandalias, espera pacientemente hasta que la luz del semáforo cambie a rojo. Mientras tanto, aprovecha para cambiar el pañal a su hijo, de un mes de nacido. Lo hace con todo el cuidado y limpieza como lo haría en su casa.

Ella sale todos los días de 09:00 a 18:00, «si no llueve», a vender chupetes en la avenida 6 de Diciembre. Lo hace junto a su hijo, pues no cuenta con nadie que la apoye en el país.

Llegó a la ciudad hace poco más de un año. Aquí, junto a su pareja, tuvo que salir adelante y buscarse formas de «ganarse el pan«.

Durante su embarazo, sufrió varios quebrantos en el país. Uno ocurrió durante su embarazo, acudió a un centro de salud en Cotocollao, pero se le negó la atención médica «por ser venezolana».

«Regresé a casa llorando y queriendo volver a Venezuela, pero sabiendo que no podría hacerlo», dice En otra ocasión acudió a un Centro de Salud y tampoco fue atendida por su nacionalidad.

Fue en el hospital Pablo Arturo Suárez donde, después de dar a luz, encontró atención médica para ella y su hijo. «Esto fue tras varios intentos».

Luego del alumbramiento, Karla tuvo que volver a la calle para generar ingresos para su familia.

«Mi pareja trabaja de reciclador. Con lo que él y yo ganamos hemos logrado, a veces con las justas, pagar el arriendo, la comida y los pañales de mi hijo», dice.

Son las 12:00 y solo ha logrado ganar $1 en su trabajo. Las nubes anuncian la lluvia y ella empuja el carrito de su pequeño para regresar a su hogar.

«A veces no alcanza ni para que comamos nosotros, hay que enfocar todo lo que ganamos en pagar la pieza», explica.

En más de una ocasión ha recibido propuestas sexuales a cambio de dinero por parte de personas que caminan en la zona o que intentan ofrecer empleo. No niega que ha pensado en aceptarlas ante la necesidad.

«Es algo que jamás haría, pero tampoco puedo hacer que mi hijo pase hambre. A veces las personas ven que una es de Venezuela y piensan que una se vende», dice con un mar en los ojos.

En un último intento antes de que llegue la lluvia, se acerca a los vehículos esperando a que alguien compre sus caramelos. Más de uno ignora que existe.

Falta de apoyo

Su mascarilla luce envejecida. La lleva por debajo de la nariz, pues, en este punto del día, no la deja respirar si se la pone completa. A pesar de que las calles se han convertido en su oficina, ella intenta protegerse y a su hijo, Noah (3 años), de cualquier enfermedad.

En Venezuela, Luz Alba (22 años) se dedicaba a vender dulces y pasteles a domicilio. Una vez en Quito, donde llegó hace siete meses, optó por no dejar el negocio y vender dulces, aunque esta vez en la calle.

Sale con su pequeño todos los días a trabajar. Su pareja, por su lado, se dedica al reciclaje. Con lo que cada uno gana logran «a duras penas» pagar los $60 que les cobran de arriendo en la habitación que han llamado su hogar.

Ella llegó desde Perú buscando mejores oportunidades y, aunque no las ha encontrado, asegura que al menos ha podido darle un techo a su pequeño.

Luz explica que la ciudad, aunque no en todo, se ha presentado poco amigable con quienes llegan de afuera, «especialmente de Venezuela», buscando una mejor vida.

Cuenta que cuando llegó pudo acceder, gracias a otros migrantes, a tarjetas de alimentación y otros servicios. Sin embargo, «esto no es tan común».

«Aquí hay varias organizaciones que pueden ayudarlo a uno, el problema es que no se las conoce y no hay una guía para quien llega como migrante», dice.

Según Fernando Sánchez, es esto lo que se ha buscado cambiar desde el Municipio.

«Por más de 14 años hubo un plan pendiente para tratar la movilidad humana en la ciudad», explica. Lo que plantea la ciudad es tener un modelo de atención para personas en movilidad humana que permita conectarlas con las organizaciones que puedan apoyarlas. De esta forma, quienes lleguen a la ciudad podrán conocer a dónde acudir para insertarse a la sociedad quiteña.  (ECV)

Población vulnerable

En Quito, alrededor de 150 habitantes de calle que viven en el Centro Histórico son migrantes, en su mayoría venezolanos. Por otro lado, 3.500 migrantes están en el sistema de rehabilitación social en Ecuador.

«La falta de modelos de atención y opciones para los migrantes pueden llevarlos a la vulnerabilidad extrema o a que vayan en contra de la sociedad o comentan delitos», dice.

Fausto Calle, sociólogo, explica que las condiciones en las que viven los migrantes que llegan al país pueden ocasionar escenarios de vulnerabilidad donde permeen fácilmente bandas criminales o sistemas de trata.

En la ciudad, incluso, hay niños que pueden alquilarse para actividades de mendicidad o de calle.