Hacia el futuro, con 200 años de lecciones

Tras dos siglos de existencia accidentada, el país necesita dejar atrás su visión temerosa del mundo y del futuro. Es la única forma de aprovechar las oportunidades de la nueva época. Varios ecuatorianos conocen formas puntuales de hacerlo.

Cuando le pedían al escritor venezolano Carlos Rangel que explicara la propensión latinoamericana a la división y al conflicto, este solía, como única respuesta, recordar que las de América Latina eran las únicas sociedades occidentales que habían nacido de un proceso de desintegración. Mientras los Estados norteamericanos o europeos se originaron en procesos de unificación nacional, las repúblicas hispanoamericanas fueron alumbradas tras procesos de rompimiento y atomización que dejaron una cicatriz duradera en la identidad nacional y en la forma como sus ciudadanos ven a sus compatriotas, a sus líderes y a sus vecinos. Ahora, que Ecuador celebra dos siglos de la Batalla de Pichincha —el episodio que puso fin a la devastadora guerra fratricida de secesión de la que nacen los países andinos de hoy— es momento de invitar a dejar atrás la visión hostil, rencorosa y sectaria del mundo—herencia del brutal proceso de independencia—, para concentrarse en el futuro y la inmensa cantidad de posibilidades que ofrece. Una pléyade de los más selectos pensadores ecuatorianos nos conducirán por ese camino.

Ya es hora de romper con el aislamiento económico —producto de la desconfianza tradicional— que ha caracterizado al Ecuador desde sus inicios. Con bajísimos indicadores de comercio con el mundo y una economía muy cerrada, el país lleva apenas unas pocas décadas tomando parte del mercado global. Esa actitud cautelosa, herencia de un pasado de extrema pobreza y devastación del que necesitamos casi un siglo y medio para salir, nos ha llevado a desaprovechar el momento histórico de las últimas décadas,  con el mercado internacional más grande e integrado que se haya visto y una de las mayores épocas de crecimiento registradas. Ahora, a las puertas de una nueva transformación de la economía debido a la cuarta revolución industrial, el país no puede insistir en el mismo error; las zonas francas y una nueva regulación comercial son algunas de las ideas.

También es el momento de dejar atrás el Estado defensivo y asustadizo del pasado. Es comprensible que, tras haber pasado la mayor parte de su historia intentando apenas sobrevivir a las amenazas externas y convulsiones internas, el Estado ecuatoriano abrazara un hábito hiperregulador —que no es más que producto del miedo al mundo y al futuro—. Sin embargo, hoy el Estado ecuatoriano tiene ya la capacidad y el deber de cumplir su principal función —la de otorgar seguridad y garantizar tanto servicios básicos como derechos fundamentales a los habitantes, y de reformar su estructura de tal forma que pueda servir más eficientemente a sus mandantes. La tecnología ofrece ya las herramientas necesarias para ello, pero se requerirá la voluntad política y la fiscalización ciudadana.

Al mismo tiempo, el Estado está ya en condiciones de incluir plenamente en su agenda la consecución de nuevas luchas y reivindicaciones. Fijarse demasiado en las heridas y conflictos del pasado llevaron al país a, durante décadas, postergar injustamente temas urgentes en género, equidad, ambiente, derechos humanos, educación, participación y transparencia que ya no toleran más retraso. Las nuevas generaciones y los nuevos problemas mundiales requieren dejar atrás la vieja mentalidad en la que la seguridad y sobrevivencia del Estado era el principio y el fin último de la gestión pública.

El mundo ha cambiado y, luego de dos siglos, el país merece ya el cambio profundo que tanto añora. Para ello, es necesario empezar a prestar oídos a los ciudadanos.

1822        
La Batalla del Pichincha fue el 24 de mayo de 1822, en las faldas del volcán Pichincha. Esta gesta militar marcó el inicio de lo que hoy es el Ecuador.