Crónicas de un viajero: Una tarde de otoño

Autor: Fausto Jaramillo Y.| RS 72


En mi memoria sucede algo extraño. Siempre que pienso en otoño me asalta París; por el contrario, si quiero pensar en París no puedo hacerlo sino en sus tardes de otoño.

A visitar París se ha dicho…

En noviembre de 1974 vivía en Saarbrucken, una hermosa ciudad del sur de Alemania. La traducción de su nombre nos dice que ella es la ciudad de los puentes del Sarre y está enclavada en una frontera múltiple donde convergen Alemania, Francia y Benelux. Desde allí resulta un desafío irresistible el viajar a conocer los campos y pueblos de esos países. Por eso no resultaba sorprendente que una madrugara me embarcara en un ómnibus de turistas con destino a París.

Tras 5 horas de viaje, las luces artificiales que competían con los primeros rayos del sol matinal y los ruidos de una ciudad que se despierta me sacaron de mi sopor y por la ventana del vehículo empezaron a desfilar los suburbios de París. Tras un par de horas de un tráfico infernal arribamos a una explanada celestial: era la plaza situada frente a la Iglesia de Notre Dame. Imponente aquel monumento del Gótico se erguía sobre la tierra de una manera casi prepotente. Era increíble que permaneciese en pie, y más asombroso aún que sus paredes guardaran los secretos de varios siglos de historia de esta civilización occidental. Mal dormidos, pesarosos, los turistas, entre los cuales me encontraba, entramos a la Iglesia y, el asombro se apoderó de todos nosotros. Tuvimos todo el tiempo del mundo para extasiarnos ante la belleza, el arte y la muestra de la capacidad humana que nos mostraban sus muros y espacios.

Ahorro en marcos
Recién, cuando el reloj marcaba algunos minutos pasados las 10 de la mañana, el guía nos llamó la atención y nos pidió que nos embarcáramos para ir hasta el hotel.

Nuevamente el tráfico se encargó de molestarnos y que decir del hambre que nos invadía pues no habíamos comido nada desde la noche anterior. Llegamos al hotel poco antes del mediodía y debimos esperar algunos minutos hasta que, por fin, a las 12H00 nos atendieron. Claro, la hora de terminada por el hotel para considerar la tarifa era, justamente las 12:00, si ingresábamos antes, la oficina turística habría perdido un día por cada uno de nosotros; por eso, pasadas las 12H00, se ahorraban una apreciable cantidad de marcos alemanes.

Tras los papeleos respectivos pude entrar en una habitación doble que debía compartir con otro turista; menos mal que éste era un compañero latinoamericano que estudiaba en Alemania en el mismo programa en el que yo estaba. Desempaqué y a carreras logré entrar al único baño del piso del hotel, para ducharme. Cuando salí el cansancio me venció. Me entregué al sueño.

Tras el sueño volví a soñar
Desperté y me encontré solo, completamente solo, pues todos habían salido a almorzar. Parecía que mi compañero de habitación había logrado convencer al guía de que me dejara dormir.



Me vestí y bajé al vestíbulo del hotel. Miré el reloj y comprobé que aún era temprano, las 4 de la tarde. Decidí salir y caminar por los alrededores del hotel, para conocer el vecindario y orientarme en ese laberinto. Unos cuantos pasos por allí, otros por esa calle, quizás otras más por esta otra, hasta que llegué a las orillas de un río. Era el Sena, pero claro, todavía no lo sabía.

Miré hacia el fondo y vi las torres de Notre Dame, ellas podían guiarme. Caminé sin tiempo y lleno de curiosidad. Parecería que cada esquina de París, cada recodo, cada piedra, cada comercio, cada bar guarda algún secreto encanto. No sé si es la historia, no sé si es el arte, pero creo que París es como una gigantesca bodega de emociones humanas donde se guardan toda la capacidad humana del asombro y de la belleza.
Pues bien, en ese otoño, las gotas de lluvia mojaban el asfalto de las calles de la ciudad de una manera rápida, casi violenta para luego formar ríos en los que navegan pequeños barcos con forma de hojas arrancadas por el viento de las ramas de los árboles.

Notre Dame
Era tal mi embeleso que no me di cuenta de que había arribado a la plaza frente a Notre Dame. Era como si un imán me hubiera llevado inconscientemente hasta allí. Por curiosidad miré mi reloj, faltaban pocos minutos para que fueran las 5 de la tarde y de pronto, recordé el consejo que pocos días antes me había dado mi amiga alemana, pidiéndome que, en mi visita a París en otoño, debería estar en Notre Dame, precisamente, a las 5 de la tarde.

No comprendía el misterio de las palabras de mi amiga, pero yo me encontraba a las 5 de la tarde del otoño de 1974 parado frente a la puerta de Notre Dame. Decidido me acerqué y pretendí entrar. Un caballero vestido como un monje o como un asceta del medioevo me impidió el paso y me pidió que comprara la entrada. Era extraño, ¿pagar por entrar a una Iglesia? ¡Uhm! lo hice. Pagué y entré.

Mientras las campanas de la torre anunciaban las 5 de la tarde, ese mismo caballero que me había impedido la entrada cerró las enormes hojas de madera que forman parte de los portones de la Iglesia. Las únicas luces que alumbraban la penumbra de la Iglesia eran unos pocos y débiles rayos solares que traspasaban los vitrales de las ventanas y unos cirios gigantescos colocados alrededor del Altar Mayor, que estaba situado, justamente, en el cruce de las naves.

En ese momento aprendí que la luz puede ser pintada con los más extraños y fabulosos colores. Mientras esa experiencia invadía mi espíritu unas notas musicales iniciaban su marcha hasta mis oídos. Algún anónimo artista, frente a las teclas de un viejo pero gigantesco órgano desde algún rincón de la Iglesia iniciaba un extraño como maravilloso concierto musical. El programa se redujo a un solo compositor, Bach, pero sus fugas, en aquellos momentos me sonaron a música celestial.

Nunca más olvidaré ese otoño
No sé cuánto duró esa experiencia. Perdí la noción del tiempo y del espacio. No sé dónde estuvo mi mente, ni siquiera recuerdo que la tuviera conmigo. Ni el cansancio del viaje, ni la soledad en aquella ciudad desconocida lograron sacarme de mi estado. Creo que cada poro de mi piel, cada célula de mi cuerpo se convirtió en una antena irrepetible de sensaciones y emociones como nunca había sentido, ni después he vuelto a sentir.