Día 28

Andrés Pachano Arias

“…Flavio Alfaro tenía preparada su revolución…”. (Pareja Diezcanseco).

Eso fue el 22 de diciembre de 1911 y el sobrino de Don Eloy, en Esmeraldas, se levantó en armas; colofón espeluznante fue el martirologio de idealistas de su causa, sucedido en las calles del Quito conventual a manos de una irrefrenable turba enardecida al grito de “viva la religión, abajo los masones”. Entonces se consumió en las llamas de la ignominia a Eloy Alfaro. Eso pasó el 28 de enero de 1912, tras una rápida sucesión de sangre en Huigra, Naranjito y Yaguachi entre el 11 y el 22 de enero de ese año, fecha de la capitulación de una aventura que él no provocó y a la que, soñador, se sumó.

La fecha es propicia para recordar esos trágicos momentos, en instantes en que hoy la patria, ofendida por un descalabro institucional orquestado por diez años de intolerancia, se apresta a una minga en búsqueda de una ética proscrita; es que en los diez años precedentes, para cumplir sus objetivos, se usurpó de la memoria la enhiesta figura de Don Eloy, quien a partir de 1895 procuró a la nación las mayores transformaciones de su endeble historia republicana, comenzando -preciso es anotarlo- por haber instalado en el estado nacional y en la conciencia individual de los seres que lo componen, el espíritu del laicismo, que no es otra cosa que la independencia de las confesiones religiosas.

Es que se enancaron en Alfaro para consumar sus irrefrenables propósitos e hicieron de su memoria, falsamente y sin escrúpulo alguno, su caballo de batalla para un gran engaño. Recordemos que hasta ultrajaron su despojo, sus cenizas, desmembrando la osamenta sepultada en Guayaquil, para una parte llevarla a Montecristi y colocarla en un bodrio de mausoleo en su memoria. Tumba que, al decir de quienes la concibieron, es el símbolo de un cóndor y a la que se accede por lo que dicen es el cuello del ave; quizá, para edificarla, leyeron el título –tan solo el título- del ensayo biográfico de Alfaro escrito por Vargas Vila, “La muerte del cóndor”. Hasta en eso carecieron de originalidad.

A esa abyección llegó el fanatismo que nos gobernó: usurpar la memoria del más grande transformador de la república.