Petro la gran incóginta

Dependiendo de los intereses económicos y la dependencia política e ideológica se habla que una u otra potencia son los más importante en las relaciones con nuestro país.

Respetando estos criterios nos parece que Colombia por nuestras vertientes históricas y políticas así como nuestra cercanía ha influido e influye en la formación de nuestra incipiente nacionalidad que no acaba de definirse.

Hoy termina en ese país un gobierno que este medio lo considera que fue el más exitoso del continente en la pandemia.Sus indicadores económicos, la reducción de la violencia, el respeto a la democracia y a la institucionalidad hacen de Duque y de su gobierno un grato ejemplo. Entendió que lo nombraron para gobernar con el precio que saben y deben pagar los verdaderos estadistas cuando quieren hacer historia . Hoy inicia un gobierno que para todos es una incógnita y por eso buscamos luces con tres brillantes conocedores de esa realidad que desde sus diferentes ópticas envían sus criterios a nuestro lectores.

UNA VISIÓN DE COLOMBIA
Por Fausto Jaramillo Y.

Mientras caminaba por la carrera 11 de Bogotá, entre las calles 85 y 86, en la vereda oriental, arrimado a un mohoso muro de piedra y calicanto, permanecía casi inmóvil un bulto parecido a un hombre. Supongo que era viejo ya que al mirarlo nadie podría adivinar su edad; calvo, excepto a los costados de su cabeza desde donde le colgaban unas cuantas canas; un rostro delgado, cubierto de una espesa barba, pegado a una puntiaguda nariz; si no fuera por sus ojos sin mirada podría ser la imagen del caballero español de triste figura. Cubría su desnudez con una raída manta que, algún día, debió ser blanca, pero que ahora, al igual que a él, una costra de suciedad le daba una tonalidad lúgubre.

El primer día que lo vi, en un primer impulso, quise dejar unas monedas en su mano extendida, antes de saltar sobre sus piernas, pero un raro presentimiento me detuvo y preferí comprarle, allí mismo, en la esquina, algún alimento para que saciara su hambre. Así lo hice y un par de arepas pude dejarle.

No fue el único personaje que encontré en las cercanías de donde me alojaba en esta visita a la capital colombiana. Otro personaje similar deambulaba por el parque de la 93. Alto, moreno, con barba negra, más joven que el otro, con cabello ondulado y rebelde, cargaba un saco blanco que contenía quién sabe qué. Si bien el primero no se movía de la vereda, este personaje no paraba de dar vueltas y más vueltas por las aceras del parque mientras mascullaba palabras o frases inentendibles.

Hubiera querido preguntarle su nombre a cada uno de ellos, hablar, conversar con ellos, saber su historia, su pasado, sus anhelos, sus metas, sus esperanzas, saber, por ejemplo, si tras ellos había una familia que les espera, que sienta amor por ellos, pero sus miradas perdidas decían a las claras que se habían desconectado por voluntad propia o por efecto de algún trauma gigante, de la realidad y de sus labios no habrían salido ni un solo sonido coherente. Tal vez se llamen Jairo, o Darío, o Álvaro, nombres comunes en Colombia, o tal vez, José, Manuel, Iván, o cualquier otro nombre.
Imposible saber, entonces, si eran bogotanos de nacimiento o de migración interna. Recordé unas palabras de Gabriel García Márquez, cuando en Lima en una conversación con Mario Vargas Llosa, cuando aún no se distanciaban, ante un auditorio reunido en la Universidad Nacional de Ingeniería, al referirse a su abuelo dijo: “El, en alguna ocasión tuvo que matar a un hombre, siendo muy joven. […], no podía soportar la amenaza que existía contra él en ese pueblo, no se fue a otro pueblo: se fue lejos con su familia y fundó un pueblo, porque en Colombia aún se puede fundar otro pueblo”.

Seguramente, el hombre sentado en la vereda debió abandonar su pueblo, tal vez por un amor perdido, o quizás la vida le arrebató todo lo amado, y ahora sentado espera la muerte, porque su cobardía le impide adelantarla. Al otro, al caminante, tal vez, la violencia que asoló y sigue asolando Colombia, pasó por su pueblo y lo arrastró hasta cuando ya no pudo o no quiso regresar; entonces, supongo, debió caminar hasta llegar a la ciudad y allí se quedó sin pasado, sin presente y sin futuro.

Ambos, según una magistral descripción de García Márquez: “…a pesar de su inmensa dignidad, de una dignidad que traspone los límites de la esperanza última, terminará(n) comiendo lo mismo, soñando las mismas pesadillas, esperando…”, esperando, el fin de la violencia.

LA VIOLENCIA COMO ESCENARIO SOCIAL

Es que la violencia se enseñoreó en Colombia desde hace mucho tiempo, siglos quizás; y, el tratar de entenderla no es un ejercicio de la curiosidad; se trata más bien, de conocerla y, en lo posible, identificar sus causas, para no caer en sus redes.

–Sí, señor—
–¡Que tenga un buen día, señor—
–Placer de servirle, señor—

Estas son apenas unas cuántas frases que los colombianos, o quizás debo decir los bogotanos, utilizan al conversar entre ellos o con un personaje que, a vistas ciertas, es un extranjero. Serviciales, amables, generosos.

Son educados, no en vano tienen un premio Nobel de literatura, como Gabriel García Márquez; sensibles, no en vano tienen a Botero como su representante en la pintura; entonces, la pregunta surge espontánea: ¿por qué la historia de Colombia está llena de páginas de violencia.

Colombia no es violenta.

Colombia es respetuosa y responsable, pero demanda que también lo sean con ella. La realidad que se muestra diariamente en su gente mientras se camina por sus calles, que sobresale cuando se visita sus museos, que brilla luminosa cuando se comparte una mesa en una plaza cualquiera, o en el transporte público, o quizás, mientras se compra en un almacén o un supermercado, es distinta a la del prejuicio que se va diluyendo y la falsa imagen se torna fantasmal.

Esa violencia sin nombre ni apellido, aunque los muertos, los heridos, los desplazados, los arrancados de sus lares si los tienen; esa que tiñe de sangre campos, calles, veredas, plazas, casas, escuelas, universidades, estadios y ciudades enteras, debe ser analizada antes de afirmar su profundidad.

CONOCER LA HISTORIA
PARA ENTENDER LA HISTORIA

Para ello, hace falta hacer un paréntesis, tomar un respiro y acudir a los libros, que hay tantos en Colombia, para encontrar en ellos el pensamiento, el análisis, la crítica de ese pueblo. Solo los que han gastado su vida transitando por este país, pueden y tienen derecho de decirnos qué son, qué piensan, qué sienten, y que muestran su propia historia y la de su pueblo.

Un pequeño libro, de apenas 273 páginas, que lo encontré en una de tantas librerías regadas por todo Bogotá (hay tantas otras que se muestran en las veredas de las calles) vino en mi auxilio. El libro se llama: “Colombia: las razones de la guerra” de Jorge Orlando Melo, licenciado, que muestra en su hoja de vida, el tener un grado en Filosofía y Letras en la Universidad Nacional de Colombia y ser Magister en Historia Latinoamericana de la Universidad de Carolina del Norte, con curso en Oxford, consejero presidencial para los Derechos Humanos; valores suficientes como para otorgarle confianza y credibilidad en lo que escribe.

Lo primero que me sorprendió de este texto es su título: Colombia, las razones de la guerra, no se refiere a la violencia como tal, sino como una, o varias guerras que a momentos pretendieron hacer estallar los cimientos del país, aunque no lo consiguieron.

Entonces, ¿qué fue lo que pasó? ¿Por qué “esas guerras” están presentes en todas las etapas de la vida de Colombia? ¿Por qué, ninguna de ellas logró mover la estructura jurídica y legal de la república? ¿Qué es lo que esconde la historia de este pueblo?

ETAPAS DE UNA GUERRA
O GUERRAS SIN ETAPAS

“[…]la historia de la violencia (en Colombia) puede agruparse en tres grandes períodos: la Conquista y Colonia, caracterizada por la violencia contra los grupos indígenas y esclavos; la Independencia y la República, apoyadas en la idea del derecho a la insurrección justa contra el tirano; y, la época de la revolución social y política, basada en la lucha para establecer una sociedad justa, […] se convirtió en dominante desde mediados del siglo (XX).

De la primera, Colombia heredó una sociedad muy jerárquica, excluyente, cuyas consecuencias son un resentimiento social que aún perdura y cierto afán de venganza.

De la segunda, la herencia se evidencia en “el derecho a la rebelión, a veces dentro de los códigos de la guerra justa (el derecho de gentes y el ius in bello), y a veces, por fuera de ellos”, en el que se creó un patrón de enfrentamientos en el que ambos bandos alegaban su propio derecho a hacer la guerra sin límites mientras que las acciones del otro grupo eran calificadas como injustas y crueles; en otras palabras: “la doble moral”.

La tercera, presenta dos etapas claramente definidas: la primera muestra a dos partidos en plena lucha por el poder y para alcanzarlo; dicen seguir las reglas de la democracia, aunque sus acciones digan lo contrario. Ambos partidos no buscaron modificar las causas profundas del antagonismo, apenas se quedaron en la epidermis de alcanzar y permanecer en el Poder. El predominio conservador va más allá del bogotazo del 9 de abril de 1948.
Ambos bandos, identificados en los partidos Conservado y Liberal, apelaron a varios tipos de violencia crueles, que violaban las normas de la guerra e intentaban imponer el terror. Tanta violencia hubo que, para terminarlo, los líderes de los dos partidos debieron firmar en 1958 lo que se llamó el Frente Nacional, que trajo días de paz, aunque relativa, pero paz, al fin. A partir de ese acuerdo el Poder se repartió entre ellos. Un partido tenía la presidencia, mientras el otro tenía unas carteras de gobierno y algunas gobernaciones y alcaldías.

APROPIARSE DE
LAS ASPIRACIONES POPULARES

Mientras tanto, a la par que el Frente Nacional lograba una tensa calma, una cierta convivencia pacífica, las guerrillas, movimientos rurales y campesinos armados, tomaron fuerza, porque ellas, en sus inicios, lograron identificar y apropiarse de las aspiraciones populares, especialmente de los campesinos.

Pero, las divisiones estuvieron allí, desde su gestación. La coordinadora Simón Bolívar que aparecía como la representante de la guerrilla, en una de sus publicaciones señalaba la existencia de 24 movimientos diferentes.

Pasado el tiempo, el respaldo popular a las fuerzas guerrilleras se fue diluyendo debido a sus acciones brutales: secuestros, asesinatos masivos, ataques a la población civil, toma de edificios a sangre y fuego que causaron miles de fallecidos y miles de heridos, etc. Fue tanta la decepción del pueblo colombiano ante el accionar guerrillero que éstas perdieron su fuente de adherentes entre los jóvenes estudiantes urbanos o rurales, por lo que, poco a poco, debieron engrosar sus filas con jóvenes contratados por dinero, con poca o ninguna formación política.

Si a esto, le añadimos que las guerrillas, para financiar sus actividades se convirtieron en protectoras de las grandes mafias del narcotráfico, o tal vez, en productoras y comercializadoras, entonces podemos entender el desprestigio al que llegaron.

A estas guerrillas, en teoría, debían enfrentarles el ejército regular, pero, ante su poca eficacia, (habría que analizar las razones de esa “poca eficacia” militar) ciertos estamentos de la oligarquía terrateniente decidieron formar su propia guardia de choque, denominada Paramilitares. Mientras el enfrentamiento entre estos ejércitos irregulares: guerrilla y paramilitares tuvo ribetes demenciales, las fuerzas armadas regulares de Colombia se frotaban las manos porque los muertos y la sangre la ponían los otros, y ellos los miraban desde la comodidad de los cuarteles, y cobraban los bonos de la guerra y los falsos positivos.
A estas fuerzas en conflicto, debemos añadir la generada por las mafias del narcotráfico que trasladaron la violencia de zonas rurales a las ciudades. Bombas, matanzas seleccionadas, atentados a aviones y a candidatos, y todo ello amparados en una inmensa capacidad económica que compró consciencias de políticos, de policías y, claro, como no, de políticos sin consciencia. Entre todos estos grupos la violencia fue descomunal y Colombia se tiñó de sangre.

ACUERDO DE PAZ

La firma del Acuerdo de Paz, firmado en el período del presidente Juan Manuel Santos, ha cambiado el ambiente en Colombia. A pesar del incumplimiento de muchas de las cláusulas de este acuerdo y de que las FARC, ahora son un partido político más, dentro del panorama democrático de Colombia, los niveles de violencia han disminuido notablemente y recién, ahora, la sociedad colombiana ha entendido que para acabar con la violencia debe modificar su comportamiento.

El triunfo electoral de Gustavo Petro abre expectativas y esperanzas en el pueblo colombiano, aunque temores y suspicacias a la élite acostumbrada a gobernar y crear exclusiones y prebendas para sí y para los suyos. Ahora, temas como Reforma Agraria (bandera de lucha de las guerrillas), acceso a la salud, a la educación, etc., se discuten en los medios y en los corrillos políticos, lo que, sin lugar a duda, cambiará el escenario de los enfrentamientos políticos que son consustanciales a una democracia.

No falta quién diga que, en los próximos años, la violencia continuará porque Colombia sabe matar a sus compatriotas, pero no sabe cómo repartir la riqueza; otros anhelan que la violencia, tal como la vivieron hasta hace poco, quede en el pasado, aunque, en Colombia no dejarán de existir injusticias, divisiones de clase, exclusiones, etc.

Lo que estoy seguro es que en las calles de Bogotá seguirán, como sombras, apareciendo personajes como aquellos hombres que encontré, pues, ellos son las víctimas recordatorias de que el odio político y las injusticias sociales son las causas de una insana violencia. Al menos, por ahora, los colombianos ya no tendrán que buscar, según las palabras de García Márquez, “un lugar donde fundar su propio pueblo para vivir, sin sobresaltos, sus 100 años de soledad”.