Noveno mandamiento

Por Fasuto Jaramillo Y. | [email protected]

Han transcurrido cerca de treinta años desde que una noche de parranda puso fin a tanto tiempo de separación y equívocos entre él y yo; y sin embargo, los recuerdos siguen presentes como si apenas ayer u hoy me hubieran dejado impresas las imágenes de las calles, los bares, las discotecas y, sobre todo, las sensaciones y sentimientos que envolvieron todos los hechos.

Mi ídolo
Siempre que vienen a mi memoria nuestras relaciones habían sido así:  él, mi ídolo, el ejemplo a seguir, yo apenas el aprendiz. Aquel ser o figura que uno hubiera querido ser y que sin palabras te muele a palos porque tú mismo te impones condiciones de ser como él.

Alguna mañana, él había emprendió el viaje a la gran ciudad y la espina de la nostalgia empezó a ser mi compañera. Se había marchado buscando otros aires, otros olores y otros climas, sin mirar que atrás quedaba yo con el dolor de su ausencia. En el pueblo olvidado se quedaron impresas las percepciones de un niño, las imágenes que puede inventar y las palabras que cree recordar. Las cartas, al principio, vinieron a ser como un puente imaginario que me unía al ausente. Luego, poco a poco, el silencio vino a pintar de blanco la cabeza de mi madre y las cicatrices de acritud mezclada con una mueca de dolor marcaron el rostro de mi padre. 

Crecí sin él, pensando en ser como él.
El tan esperado reencuentro

El día del reencuentro largamente esperado llegó al fin. Atrás quedó mi infancia y mi adolescencia. Para mí también había llegado el momento de buscar una profesión y nuevamente el bolsillo de mi padre sufrió otra ausencia.

Al principio nuestra relación estuvo basada en la sangre antes que en la amistad. Era cordial pero distante. Apenas me recibió en su casa para abandonarme mientras atendía su profesión. Un saludo, un buenos días o un buenas noches era el intercambio mayor de cortesía. No se cuánto tiempo pasó, pero mientras yo me sentía como un conejillo de indias, observado y estudiado, aprendí a conocer la ciudad. La gente, bueno, eso es otra cosa. Las gentes van y vienen por las calles, entran a comprar o simplemente caminan, pero qué podía yo saber de la gente de esa extraña ciudad. No fue sino hasta años más tarde cuando aprendí que la gente es la gente, sin importar la ciudad, el país o tantas otras cosas que nos hemos inventado para excluirnos de los otros y a los otros.

Una noche, porque fue ya entrada la noche cuando él metió su llave en la cerradura del departamento que compartíamos. Escuché sus pasos, pero ninguna pizca de voluntad me movió del sillón de la televisión. Cuando entró a mi cuarto, un buenas noches fue apenas mi saludo. El, por su parte, no se molestó en contestarme y apenas si me dijo:

–Apúrate. Cámbiate porque esta noche vamos a salir con un par de amigas. No tengo quién más me acompañe, así que quiero que vengas conmigo. Sus palabras no eran una invitación. Sonaron a una orden de hermano mayor.

La rumba sensacional
La rumba fue sensacional. Las dos muchachas dejaban que la música les invadiera sus cuerpos y éstos, obedientes, cimbreaban con una cadencia sensual que envolvía mis ojos y mis sentidos.

Bailé tanto aquella noche, que no recuerdo haber hecho otra cosa. En el baile dejé escapar mi angustia, mi resentimiento, mi dolor compuesto de ausencia y soledad. Cuando, al amanecer, llegamos al departamento, mi hermano mayor, en un gesto de amistad me preguntó – Oye, ¿cuál de las muchachas te gustó más?

Y yo le respondí que no, que no me había gustado más, que la única que me había gustado era aquella morena de ojos grandes, de rostro ovalado, sonrisa blanca y generosa y dueña de un cuerpo que encendía mis pasiones.

La mirada de mi hermano fue cruel. Me miró como si yo hubiera cometido un crimen. Y claro que lo había hecho. A él también le había gustado aquella mujer, y yo ingenuo y charlatán le había confesado abiertamente que mis gustos en esto de mujeres coincidían con los suyos.

Lo que pasó fue increíble
Creo que pasaron algunas semanas sin que el tema volviera a ser mencionado. Desde aquella noche, las relaciones entre nosotros mejoraron. No puedo decir que se hubieran borrado resentimientos y temores, pero al menos, se abrió un espacio de confianza que nos permitía hablar sin tapujos de muchos otros temas.

Una mañana llegó con cara de no haber dormido en toda la noche. Mi primer pensamiento fue que su trabajo en la clínica había sido el culpable de su desvelo, pero cuando con una sonrisa de entre satisfacción y soberbia, me mostró un llavero que yo no conocía y, sospecho que hasta con afán de herirme, me dijo que esas llaves eran del departamento de aquella muchacha de la otra noche,  te acuerdas, con la que salimos a bailar, y que a ti tanto te gustó, pues, verás mientras que a ti te gustó, pues, a elle le gusté yo. El incidente lo fui olvidando, porque le cambió el mal humor a mi hermano. Conforme pasaban las semanas, él fue dejando resquicios de amistad que los fui aprovechando. Guardando las distancias que crean las edades, creo que logramos establecer algo parecido a una relación cordial y hasta afectuosa. De aquella noche de juerga quedó la oportunidad de acercarme a mi hermano y el olvido de una mujer maravillosa.

Una noche, en una de aquellas vacaciones que cortan una semana de trabajo, mi hermano salió de la ciudad. Me quedé solo en el departamento y aburrido de no tener un programa para gastar mi tiempo. El teléfono logró sacarme de la concentración en la caja de idiotas con pantalla de cristal en la que me hallaba sumido y entre asombrado y alegre reconocí la voz de ella. Preguntaba por mi hermano.

Horas después recorrí los caminos de la noche
Mi propia audacia me sorprendió porque horas después juntos recorrimos los caminos que encienden la noche. A su lado me adentré por sitios y lugares que nunca imaginé pudieran existir. Ella me guió por los senderos que luego de conocidos uno pierde el miedo a la muerte. La noche duró tres días, o, mejor dicho, la cita no terminó sino cuando el sueño de tantas horas nos venció. Allí en su lecho, desnudos y satisfechos, yo no podía dormir mientras contemplaba con asombro y deleite las curvas que componían la sinfonía de su cuerpo.

La sorpresa parada en la puerta del dormitorio
No sé cuánto tiempo pasó, a la mañana de algunos días después, mientras el tic tac del reloj me recordaba que debía dar paso a la rutina del estudio y del trabajo, tomé una de aquellas revistas que escriben de todo para no decir nada y empecé a pasar las hojas, cuando de pronto, allí en la puerta del dormitorio estaba parado mi hermano. Limpio, impecablemente vestido, afeitado y oliendo a lavanda me miraba y miraba al cuerpo de mujer que dormía a mi lado. No recuerdo cuánto duró la película de horror que mi mente fabricó en ese instante. No sabía que pensar, no sabía que decir, no sabía qué hacer. La palabra fin, apareció cuando acercándose lentamente hacia el velador que estaba junto a la cama, sonriendo y dejando el llavero sobre el mueble, alcanzó a murmurarme:

— “De ahora en adelante, tú vas a necesitar estas llaves”.

Fasuto Jaramillo Y.
[email protected]