Los giros de la historia

Autor: Dr. Alan Cathey Dávalos | RS 60

Con cierta frecuencia, la historia produce en su desenvolvimiento, unos paradójicos giros, que pueden ser vistos hasta como una forma de ‘justicia poética”.

De la República al Imperio
Así la habrá visto en su momento el senador romano Marco Bruto, y ojo, aquí no pretendo establecer asociación de ninguna naturaleza con otras realidades, en otros momentos y lugares, por su nombre. Es en el momento del mayor triunfo personal de Julio César, visto ya casi como el rey que aboliría la República Romana por los senadores, de cuyas filas era parte Bruto, implicado en la conspiración para en el asesinato del gran Cesar, para evitar la tiranía, cuando actúan sus asesinos.

Durante los Idus de Marzo, cuando Cesar se dirigía al Senado, un ciudadano se le acercó para hacerle una advertencia, que se cuidara durante esos días aciagos. César, cuyo coraje personal era proverbial, no hizo caso de tal prevención y entró al edificio del Senado, para encontrarse con su destino, en la forma de las dagas de los conspiradores, seguros de que, con su muerte, terminaría la amenaza sobre la República, ilusión que sería efímera.
La muerte de Julio Cesar fue también la de la República, reemplazada por el Imperio por los siguientes 400 años, hasta su caída final.

La muerte de César, un héroe romano, sería el origen de un prolongado período imperial, de luces y sombras, al vaivén del talante que cada uno de los futuros emperadores trajera consigo, desde la grandeza de un Trajano o de un Octavio, a las infamias de Calígulas y Nerones.

En cualquier caso, las decisiones del futuro quedarían ya fuera de la esfera senatorial, mantenida como una curiosidad y una tradición ya vacía de cualquier autoridad o contenido, un mero rito anecdótico carente de trascendencia.

El crimen, al que se rinde César, al constatar que en el está involucrado Bruto, a quien quería como a un hijo, en lugar de devolver la dignidad e importancia del Senado y de la República, será el último clavo en su ataúd.

De la Revolución al Imperio
La Revolución Francesa será también escenario de históricas paradojas, pues en la Asamblea Nacional de 1789, donde se dará la caída del viejo régimen, del “ancient regime”, que había gobernado Francia durante siglos, bajo la dinastía de los Capeto, se producirá una lucha implacable y caníbal entre los representantes del pueblo.

La caída de la monarquía, auspiciada por los novedosos conceptos de democracia, libertad, igualdad y fraternidad, los lemas que se vuelven el norte revolucionario, dan paso a un monstruo con vida propia, que, como en los antiguos ritos, exige unos cada vez más frecuentes sacrificios humanos en el altar de la guillotina.

Bajo ésta, caen las cabezas del Rey Luis XVI, de su esposa María Antonieta, y de buena parte de la nobleza francesa que no logra huir a tiempo. Para cuando se agotan los cuellos nobles, la guillotina continuará con su letal e insaciable cosecha de las cabezas de los representantes, los menos fervorosos y radicales primero, para, tras eliminarlos, continuar con los más duros, como Danton, y finalmente, con Maximiliano Robespierre, el más duro de los duros, el epítome de la pureza revolucionaria.

Del Terror
Su régimen de terror logra al final, unir a los sobrevivientes de la matanza, por elemental instinto, en su contra, para que su cabeza caiga finalmente en la cesta. Con su muerte, muere también la Revolución, qué pasa a ser administrada por un Directorio, a la manera de un negocio, para concluir, como Roma, en el Imperio, bajo el implacable Napoleón Bonaparte, autoproclamado Emperador de Francia, que arrastrará a toda Europa a 15 años de guerras y destrucción. La libertad, que tan cara había costado, la igualdad, transformada por Bonaparte, como máximo, en la posibilidad de todos para morir en la batalla, rendidas a la ambición del Gran Corso. De la fraternidad, mejor ni hagamos mención ante la fratricida guerra que asolará Europa, como antecedente de futuros conflictos.

El terror imperial
Para ponernos más actuales, exploremos el problema de la drogadicción en el mundo, sobre todo en el Occidental, al tener este los recursos para pagar los elevados costos de las diversas drogas consumidas. La historia nos remite al gran comercio que el Imperio Británico mantuviera con Asia, en particular con China.

El Imperio importaba enormes volúmenes de productos chinos, sobre todo el té, convertido en la bebida social por excelencia, entre la nobleza e incluso entre las clases medias británicas, pero también las porcelanas y las sedas chinas, muy valoradas en la Gran Bretaña. Este comercio era de una sola vía, pues China no tenía ningún interés en los productos industriales británicos y exigía que se le pagase por sus productos en barras de plata. Como es fácil comprender, muy pronto la Gran Bretaña se encontró ante un severo déficit en su balanza de pagos, reflejado en una escasez de plata y efectivo muy severa. Para equilibrarla, surgió entre los comerciantes ingleses, la brillante idea de enviciar a varios millones de chinos, introduciendo en ese país el opio que se producía en la India británica, en Bengala; para triangular los pagos, cobrando en plata el opio, y con ésta, pagando el té y las sedas.



El Emperador de China, ante esta “política comercial”, prohíbe el ingreso y consumo del opio en China, lo que provoca una guerra en toda regla, para obligar, por la fuerza de las armas a la apertura de los puertos chinos a los buques europeos, dando origen a lo que China llama “el siglo de la humillación”. La herencia a la modernidad

Se puede afirmar, sin exagerar, que el Imperio Británico ostenta el poco honorable título de ser el primer Cartel narcotraficante del mundo, antecedente directo de los de Cali, Medellín, Sinaloa, de los Soles, o de las mafias italianas o balcánicas. Con esos giros que tiene la historia, constatamos cada año los muchos miles de jóvenes muertos en las calles de Londres, de Nueva York o de Ámsterdam, por las sobredosis de las drogas que consumen, convertidas en azote de esas sociedades, que finalmente serían las enviciadas.

De la sartén al fuego
El año 1979 vería como, ante las presiones de la población, el régimen del Sha Mohamed Reza Phalevi en Irán se tambalea, presa del potente sentimiento religioso nacional, y de la ira por la brutal represión ejercida por la Policía Secreta del Sha contra la población, al extenderse el descontento por la corrupción del régimen. La izquierda iraní asocia al Sha con el golpe de estado auspiciado por la CIA y el MI5 contra el popular líder Mossadegh en 1953, en apoyo de la monarquía Pahlavi, pro occidental, y conforme ésta se desgasta por la corrupción, se alía con los sectores clericales más fundamentalistas, en torno a la figura del Ayatolla Khomeini, refugiado en Francia, pero cuya influencia en la resistencia islámica iraní es enorme.

Cuando finalmente el Sha es derrocado, se consolida en Irán una República Islámica, que de lo primero no tiene nada, pues en efecto se establece una teocracia absolutista y totalitaria, la misma que, luego de más de 40 años, continúa en el poder, cada vez más represiva y brutal. Buena parte de quienes resistieron al Sha por sus excesos y represión, o han sido asesinados por el régimen, o han sobrevivido escapando al exilio. La principal oleada represiva se abatió sobre el partido Khalq, de la extrema izquierda comunista, utilizada por Khomeini como fuerza de choque contra el Sha, por su experiencia y preparación en la lucha de calle y en el manejo de armas y explosivos. Con la caída del Sha, esas capacidades los volvieron peligrosos y subversivos para los clérigos, y se desató una despiadada cacería para exterminarlos. Más de 15 mil miembros fueron asesinados o desaparecidos. Khomeini creó su propia fuerza de choque, los Guardianes de la Revolución, y su Policía Secreta, a imagen y semejanza de la Savak, la brutal Gestapo del Sha. Con ambas, los clérigos fundamentalistas se han mantenido en el poder, pese a las periódicas explosiones populares, aplastadas a sangre y fuego.

Si la sociedad iraní de finales de los 70 del pasado siglo, luchó hasta liberarse del Sha, no hizo más que salir de la sartén para caer al fuego, en el cual se ha ido quemando durante varias décadas. Una sociedad que se había liberado al menos de las burkas y los velos, bajo los preceptos medievales de la teocracia, con su “policía de la moral” y su retrógrada política respecto de la mujer, ha debido de nuevo desaparecer, embozada detrás de arcaicos ropajes, para sobrevivir a unos clérigos que han regresado a su país al siglo VII, como habrán podido constatar ciertas visitantes de algún país tropical, que pese a su calidad de legisladoras y mujeres, avalaron la dictadura que más ha humillado y asesinado a mujeres en el mundo, hasta tratando de cubrir con pañoletas sus cabellos, para no ofender las delicadas sensibilidades de los clérigos, que ante tal ofensa no dudan en asesinar a las que se descuidan, o al menos, a azotarlas con látigos en público.

Agentes de quiebra
Tenemos finalmente otro caso, que parecería, por la tan extraordinaria concurrencia de casualidades, sacado de la imaginación de un García Márquez y de su realismo mágico. Tras el final de la II Guerra Mundial, el Imperio Británico se había vuelto imposible de sostener, tanto por la gravedad de las consecuencias económicas de la guerra, como por el anhelo de sus colonias por su independencia. Desde el Caribe hasta las colonias africanas, y desde Aden hasta la joya más espléndida de la Corona, la India, el clamor de cientos de millones de personas por su libertad, no podía ya ser desoído.

En la India, el movimiento por la liberación se había iniciado bastante antes, con la revuelta de los cipayos, en la segunda mitad del siglo XIX, a duras penas reprimida, seguida por el sangriento episodio de la matanza de miles de hindúes en el templo de Amristar.

En la primera mitad del siglo XX, el principal reto para el dominio británico en la India, se encarna, aunque el término pueda parecer contradictorio, en la ascética figura del Mahatma Gandhi. Para 1948, se le hace evidente al Virrey Mountbatten que ya no es posible sostener la situación y hay que dar paso a la independencia. Las profundas enemistades religiosas que fracturaban a la sociedad hindú y que aún se mantienen, pues hinduistas y musulmanes están radicalmente enfrentados, determinan que, no sólo se deba procesar la independencia, sino también la partición del país entre esos componentes religiosos y políticos, que nada querían saber de mantener unido al subcontinente.

La partición originará una enorme tragedia humana, pues millones de personas buscan, en medio de la violencia sectaria, trasladarse a su respectivo entorno religioso, sea en la India, o en el nuevo país que se crea, Pakistán, dividido en dos, en un absurdo geográfico y administrativo, como Pakistán Occidental y Oriental, absurdo que terminará, 25 años más tarde, tras una trágica guerra civil, convertido en Bangladesh, como un estado independiente.

Millones de hindúes y paquistaníes emigran, unos internamente, y otros a la propia Gran Bretaña, tras la tan ansiada independencia. Entre éstos migrantes, están los padres de dos figuras que se han convertido en actores políticos de primera línea, decisivas hoy en la Gran Bretaña. Se trata, por un lado de Rishi Sunak, actual Primer Ministro británico, y de Humza Yusaf, electo recién como líder del Partido Nacional Escocés, sucesor de Nicola Sturgeon, el primero de origen hindú, y paquistaní el segundo. Con esos giros que da la historia, probablemente tendrán a su cargo las negociaciones para la posible partición de la Gran Bretaña, entre Inglaterra y Escocia, ante la insatisfacción generada en esta última por el proceso del Brexit, sumamente impopular en Escocia, donde casi el 65% de los electores se pronunciaron contrarios a tal iniciativa.

Llegados a ese caso, ojalá éstos jóvenes líderes sean capaces de una mejor gestión de quiebra, que la cumplida, 75 años atrás, por los ingleses, en sus respectivos países de origen. Esas son las paradojas de la historia.