La perversión de la fe

Hace unos días, el Patriarca Kirill, otro más de los Vladimires que han “bendecido” a Rusia, desde el Ulianov hasta el Zar actual, ha expresado de manera inequívoca, como corresponde a aquellos elegidos para gozar del link directo con la divinidad con cuyo call-center haya contratado su plan, su bendición, con carácter de indulgencia plenaria, a todos aquellos que, empuñando las armas y poniendo el pecho a las balas, luchen por la Santa Rusia, en su Cruzada contra los demonios occidentales de la democracia y de la libertad, tan odiosas a su jerarquizada formación ortodoxa, que ha llevado a sus lógicas consecuencias el evangélico mensaje de “mi reino no es de éste mundo”.

Al no serlo, la aceptación de la condición que a cada uno le haya caído en suerte en éste, se vuelve un acto de sumisión a la voluntad divina, que puede incluso abrirle las puertas del cielo. El Patriarca, como hicieran en su momento sus colegas iraníes allende la frontera, Ayatollas o Imanes shiitas, ha proclamado, como una amnistía tributaria, el perdón de todos los pecados, pasados y futuros, que los nuevos guerreros sagrados rusos puedan cometer para vencer a los herejes y enemigos de la cristiandad ortodoxa, y más específicamente, de la versión de ésta que el representa, es decir, la Iglesia Ortodoxa Rusa franquicia moscovita, ya que no es de la misma opinión el Patriarca de la Iglesia Ortodoxa franquicia Kiev, o la de la casa matriz, la de Constantinopla.

Con esta amnistía, queda sin piso la infeliz Comisión de Derechos Humanos de la ONU, empeñada en encontrar crímenes de guerra y contra la humanidad en los santos soldados rusos que pasaron por Ucrania asesinando a civiles y violando niñas y mujeres. Esos actos han sido seguramente inspirados por dios, para que el fervor de sus defensores y el terror de sus enemigos no flaquee, al saber que toda culpa ha sido ya absuelta por Kirill.

Huríes en este mundo.

Como en su franquicia, a diferencia de las musulmanas, el no puede ofrecer las huríes del paraíso que los clérigos islámicos, shiitas o sunitas generosamente ofertan, aunque sea reencauchadas, a aquellos mártires que dan su vida por sus respectivas franquicias, en la guerra santa que les toque en suerte morir, el Patriarca Kirill santifica la violación en tiempo real, aquí y ahora.
Escribo estas líneas mientras observo un minarete con la media luna en su cúspide, y en mis oídos resuenan las campanas de la Iglesia griega ortodoxa marcando la hora. Me encuentro en el centro del “mar de la fe”, el muy apropiado nombre que O’Shea da a su obra sobre el Mediterráneo, en Creta, donde aún abundan los viejos dioses empolvados, y los monstruos, tan actuales entonces como ahora. No importa cuántos milenios hayan pasado, no importa a nombre de cuáles dioses se mate, la impronta de la intolerancia, de la condena automática al “otro”, sigue tan vigente como a largo de los últimos miles de años, desde los Molochs cananeos o fenicios, ante los que se sacrificaba niños por el fuego, concepto no muy lejano del de las hogueras medievales, en las que brujas y herejes eran “purificados”, para mayor gloria de dios, hasta los niños carbonizados al calor de las bombas incendiarias y de los misiles que les llueven del cielo, como hoy sucede en Ucrania, en Gaza o en Aleppo, para mayor satisfacción de los nuevos ídolos.

Contubernio provechoso.

El corrupto maridaje de una fe cooptada por una política mercenaria y utilitaria, no siendo algo nuevo, no deja de repugnar y asquear.
El poder humano y el ”divino”, tomados de la mano, desde Faraón al Hijo del Cielo, desde Sumos Sacerdotes a Patriarcas y Pontífices, en contubernio interesado y provechoso para asegurarse, el uno al otro, legitimidades, jerarquías y canonjías.

Del miedo y la esperanza.

Al parecer, la humana pulsión por aquellas angustias existenciales sobre la vida y la muerte que nos han acompañado desde nuestros primos Neandertales hasta las elaboradas ceremonias de paso que se han desarrollado para la temida transición de la vida a la muerte, sigue ocupando una parte importante en la preocupación de buena parte de la humanidad, y en tal medida, sigue siendo fuente de indudable influencia para las diversas expresiones religiosas que, a su manera, proponen “vida eterna” o “salvación”

en sus variadas alternativas de postmundos para sus seguidores.
Sin duda, y particularmente en aquellas que afirman haber recibido alguna “revelación” que las convierte en únicas detentadoras de la verdad, pues se hace cuesta arriba y es muy mal visto creer en varios dioses y mensajes o mandatos divinos a la vez, es del todo imposible hablar siquiera de tolerancia, transigencia o eclecticismo, pues se estaría poniendo en duda el fervor del creyente en el combo salvífico que se le exige adoptar.
Lo que la historia demuestra, es exactamente lo opuesto a la convivencia entre las diversas religiones reveladas, y lo que es más grave, la comunidad de intereses entre política y religión, por las razones que se mencionara anteriormente.
Así, el proceso de retroalimentación que se genera, deriva en una creciente espiral de violencia, que la doble cara de una misma moneda presenta a la comunidad de súbditos creyentes.

Salvación, sumisión?

No es complicado, ni requiere mayor espacio ni explicación, desarrollar los lineamientos generales que subyacen en la estructura ideológica de la salvación para los miembros de un “pueblo elegido”, dentro de una fe revelada, que marca una hoja de ruta personal de mandamientos y prohibiciones, de cuyo cumplimiento depende su salvación. La ecuación “cree en mi y serás salvo” es, para todos los fines prácticos, el resumen de la propuesta. El factor clave, claro, está en los varios intermediarios del mensaje, por una parte, y el de los iluminados intérpretes, por otra.

La Razón, peligroso enemigo.

Las líneas de batalla entre fe y razón, quedan claramente definidas desde el primer momento, cuando en el Génesis, el escenario de la creación, se produce la expulsión del hombre del Paraíso, por la comisión de un pecado imperdonable, la desobediencia del simbólico Adán a una disposición divina, la de abstenerse de comer, de entre todos los frutos del Paraíso, aquel proveniente del árbol del conocimiento del bien y del mal. El pecado es pretender saber y el desobedecer, que curiosamente son también las conductas más indeseables para las estructuras de poder autoritarias y verticales, que serán las dominantes en las sociedades humanas a lo largo de la historia. La desobediencia a los dioses, a sus intérpretes y a los gobernantes, es subversiva y peligrosa. Ya abierta la caja de Pandora de la curiosidad humana, será necesario encerrarla de nuevo bajo las siete llaves del temor reverencial de un aprendizaje que es en realidad adoctrinamiento y domesticación. El gran terror de la perdición eterna, en múltiples escenarios de espantoso y eterno castigo, es la espada de Damocles que pende sobre las cabezas de rebeldes y herejes, que habitual y convenientemente se confunden, difuminados en unas categorías nebulosas y vagas.

El “dios celoso”

La difusión del concepto del dios único, ése llamado “monoteísmo ético”, intransigente e implacable por su naturaleza, dará lugar a una lucha a muerte con los populosos, y por lo general muy tolerantes panteones politeístas, donde los diversos dioses eran acogidos sin discriminación. El dios único de la tradición judeo-cristiana-islámica, es un personaje adusto y celoso, que así lo declara paladinamente advirtiendo “no pondrás otros dioses delante de mi”. En el maremagnum del derrumbe del Imperio Romano, será éste dios el que se imponga, tal vez porque los viejos dioses imperiales se han devaluado y se han revelado poco eficaces. El cristianismo, que nace como una más de muchas sectas judías en un momento de grave agitación religiosa y política en Judea, con diversos mesías que se postulan como profética respuesta para los sufrimientos de su pueblo, producto, claro, de su impiedad y desobediencia, logra, tras la traducción lingüística y filosófica de su mensaje emprendida por Pablo, para volverlo inteligible al ethos grecorromano del mundo Mediterráneo, convencer a un desconcertado universo, de la importancia capital de la “otra vida”, trascendental y definitiva, mucho más valiosa que el “valle de lágrimas” de éste vil mundo.

Religión dominante, la persecución.

Tan pronto el cristianismo se convirtió en la
religión dominante, aparecieron los cismas entre las diversas corrientes religiosas y sus trasfondos políticos. Tras la caída de Roma y la sostenida declinación de sus fortunas, sin duda la más poderosa corriente cristiana es la que se establece en Constantinopla, la capital del Imperio Romano de Oriente, la Iglesia Ortodoxa, encarnada en el Patriarca. Como el poder político imperial es muy fuerte y ejerce su autoridad con mano dura, los varios emperadores y patriarcas encuentran muy pronto un terreno común de intereses y establecen lo que será conocido como el Cesaropapismo, una suerte de cogobierno, con evidentes ventajas comunes. De una u otra forma, así quedó establecida la relación entre poder político y religioso durante los siguientes mil años al menos, tanto dentro de la esfera ortodoxa, donde el gran polo de Constantinopla eclipsa a las antiguas ciudades de Siria, como Aleppo o Damasco, e incluso a Jerusalén y Alejandría, sobre las cuales ejerce su poder administrativo que, en el reinado de Justiniano, la lleva a recuperar tierras incluso en el occidente, donde los bárbaros se habían establecido, tanto en el norte de Africa como en Italia.

La nueva “revelación”.

En el siglo VI, una nueva “revelación”, de un feroz monoteísmo, se incuba y expande desde la península Arábiga, por todo Oriente Medio primero, para, en un brevísimo plazo de menos de 100 años, llevar su mensaje hasta la península Ibérica por occidente, y al Asia Central y Persia al Oriente. Se trata del Islam, donde la religión y el poder político nuevamente se unirán bajo la figura del Califa, a la vez Rey y Pontífice, el abanderado de la fe. Al igual que entre los cristianos, pronto el carácter sectario natural del monoteísmo, da lugar al cisma entre sunitas y shiitas, y a otras subdivisiones, en el tiempo y el espacio, expresadas en los califatos omeya y abasí en un principio, para confluir en el Otomano, sobre todo a partir de la conquista de Constantinopla en 1453.

Cristianos y musulmanes se enfrentan en todos los frentes, por más de un milenio, y lo siguen haciendo regularmente, y con la misma y hasta peor malevolencia, contra los que pasan a considerarse herejes en sus respectivas creencias. Las Cruzadas serán el ejemplo de lo primero, con un Obispo cristiano congratulándose de ingresar al Templo del Santo Sepulcro, “Loado sea Dios, que me ha permitido entrar a su templo con la sangre de los infieles cubriéndome los tobillos”, y la Cruzada contra los cátaros en el sur de Francia, uno de la segunda, en la cual, en tratándose de decidir a cuales prisioneros quemar en la hoguera, la solución fue simple, quemarlos a todos, pues llegando ante Dios, éste decidiría cuáles se salvaban y cuales no.

Cortados por la misma tijera.

Torquemadas, Calvinos o Khomeinis están cortados por la misma tijera de intolerancia y sectarismo, ciegos ya después de tanto ojo por ojo. Dos mil años después de Cristo y casi 1400 después de Mahoma, Kirill sigue enviando hombres a la muerte, perdonados de antemano por sus atrocidades, y en Irán, una “policía de la moral” asesina a una joven por supuestamente no taparse el pelo, para seguir en su ruta de odio, matando a quienes resisten al mal y lo enfrentan. Sepulcros blanqueados de una moral criminal. Más de 300 jóvenes asesinados por órdenes de unos clérigos malvados, por un lado, y 300000 nuevos becerros a ser sacrificados en el altar de una guerra demente. Loado sea dios o alá, o como quiera hacerse llamar ese engendro.