La casa vieja

¡Que adorable que eras! Estabas a punto de caerte pero mantenías tu señorío, esa hidalguía que te hacía sobresalir como una joya valiosa. en la calle Francisco de Paula Laváyen y Calixto Romero, parroquia Olmedo, allá por los años 50 en la progresista ciudad de Guayaquil.

Competías en belleza con las edificaciones del sector que eran de variada índole. Estaban las de cemento, mixtas y de caña. Los terribles temblores que se registraban en Guayaquil tú los sorteabas sin dificultades, en tanto casas de cemento sufrían los estragos del vaivén.

Lo más destacado de la calle era el edificio de cemento con un poco de arquitectura moderna. Frente a ti estaba el primer asentamiento de la logia masónica, los vecinos que se aparecían una vez a la semana y se convertían en Papá Noel en las Navidades. La mezcla de clases sociales se hacía visible en estas festividades. Los niños masones con sus inmensos juguetes y la barriada haciendo cola para el festejo aparte que, como dádiva, les otorgaban los integrantes de la Logia.

Las navidades de los habitantes del lado opuesto eran sencillas, como sencillas eran las familias que habitaban “La casa vieja”, un nombre que iba acorde con tu aspecto y con los años vividos.

Apenas tenías una planta baja y una superior pero albergabas no menos de 50 personas entre ancianos, adultos y niños que constituían la mayor población, por lo que la gallada de los juegos se repartía por grupos desde las 18h00. Era la época en que no llegaba la televisión y la chiquillada se divertía en la calle porque ir a los parques era paseo dominical.

En tu portal de cemento –una de las pocas partes que tenías de este material- eran los duelos futbolísticos entre los hombres, mujeres y mixtos. La vivienda contigua tenía un frente amplio que también ocupaban tus arrendatarios.Sin duda, el juego mas divertido era arrancar los frutos de los árboles que daban hacia el final de toda tu estructura. La odisea, a veces era compleja, porque muchas veces estaban inalcanzables y había que saltar la división de los dos terrenos y torear a los celosos guardianes que, palo en mano, correteaban a los usurpadores; así, robar un mango, era un triunfo muy celebrado por todos.

¡Ah, cuántas historias no guardabas en tus paredes! Eras tan frágil que hacías públicas las vidas de las familias. En la parte superior habían dos departamentos, que eran los más grandes, compuestos de sala, comedor, cocina y dos dormitorios, lo que obligaba a dormir a dos o tres niños en una sola cama. Ahora puedo deducir que el dormitorio se asemejaba a una habitación de hospital.

Te complementabas con cuatro cuartos (departamentos de no mas de 8 x 8 metros), con su pequeña sala, comedor y un solo dormitorio.

Al frente de la parte baja estaba la clásica tienda del barrio, que vendía golosinas, gaseosas, la leche con pan y otros pequeños comestibles. Se complementaba con otros cinco cuartos de las mismas dimensiones que en la superior.

Hay “casita vieja”, ¡tenías tantas peculiaridades! Contabas con un solo fogón de carbón o leña, ubicado en la parte trasera que utilizaban para los dos últimos cuartos, ya que los dos departamentos más grandes y un cuarto tenían su propia cocina. Se imaginan la trifulca que se armaba por el fogón que, aunque era grande, no tenía divisiones para poner las ollas. Hasta la ceniza era cotizada por las amas de casa, pues se empleaba para lavar las cacerolas.

Tu piso de tablas reflejaba el fuego que ardía de la cocina que tenía como una especie de separación de unos pocos centímetros, entre los departamentos y el área comunal.
Sí, sorprendentemente, tenías un área comunal. Allí quedaba la cocina, dos lavaderos y un solo baño para todos.
Por si acaso no te acuerdes, te repito. En el piso superior: dos departamentos relativamente grandes, cuatro cuartos, la cocina, dos lavaderos y el baño. En la inferior, dos departamentos medianos, cinco cuartos, la cocina, una endeble ducha y un baño general.

Mientras Don Juan, el maestro carpintero, serruchaba la madera con que fabricaba sus cotizados muebles, Doña Virginia hacía que una vecinita, de no más de 10 años, le rayara el coco para cocer un encocado; el premio para la niña era un plato de este potaje.

Doña Virginia era muy requerida, personajes de toda índole llegaban al último cuarto del piso superior. Como tú no eras precavida, ya lo hemos señalado, por los huecos de tus paredes veíamos la transformación de la Doña: un sombrero a modo de turbante rodeaba su cabello, donde asomaban ya las canas y una baraja, que eran sus elementos de trabajo. Entre los vecinos le decían “la bruja”.

“La bruja”, además, tenía pequeños maceteros colgados entre el fogón y los lavaderos. Sus “clientes”, muchas veces, salían con su paquete de hierbas. A los niños nos tenían prohibido aceptar las constantes invitaciones que hacía para almorzar, pero también existía una especie de miedo porque el cuarto estaba lleno de plantas y adolecía de mobiliario: su mesa de trabajo, el área de plantas, una mesa de comedor, cuatro sillas y el dormitorio.

Este último cuarto lo habitaban dos personajes. Doña Virginia era bajita, delgada, un tanto encorvada, pelo cano y en su rostro llamaba la atención su larga y canosa barba; tendría unos 65 años.
Con ese aspecto, acompañado de faldas floreadas largas y blusas usualmente negras era el terror de los pequeños; pero ¡qué marido!

Como dos o tres veces por semana la visitaba “el che” un hombre blanco, cabello rubio y ojos azules. Al verlo, palpitaban los corazones de las señoras y las jóvenes. Llegaba, pasaba unas horas y se iba. Así, ni cómo hacer amistad. Un día surgieron rumores de que “el che” estaba interesado en una vecina y no era de extrañarse por la pinta que tenía y sus máximo 40 años. La incógnita se despejó en una amorosa serenata, pero tú que estabas en todo pese la estructura que tenías, no despejaste las dudas para quién de las habitante de los cuatro departamentos frontales, fue la cantata.

El primer muerto del que tuvo conciencia la muchachada fue precisamente el de “la bruja” y para que no quedara dudas de su amor, el llanto del “che” fue “inconsolable”.

Al lado del cuarto de “la bruja” quedaba el baño general. Era como un cuarto más que tenía dos divisiones: servicio higiénico y ducha. Se ingresaba por la única puerta que se cerraba, según la ocasión, por dentro o por fuera, con un picaporte. Abrías la puerta y encontrabas un inodoro enlozado y una larga cadena que cuando la halabas brotaba el agua del tanque de almacenamiento situado a un metro del inodoro. Como era de suponer no abastecías para todos los habitantes, por lo que el uso de la bacinilla era muy común y luego había que vaciar su contenido y limpiar el recipiente.

En este cuarto de cemento sin enlucir estaba la codiciada ducha. Era un tubo largote donde caía el agua como un chorro helado que era muy apreciado por los bañistas ante el sofocante calor de las tardes guayacas.

Cada persona que ocupaba estos sitios debía llevar su toalla, jabón y el papel para limpiarse el poto, que en la mayoría de los casos era papel periódico impreso o en blanco que revendía la canillita del barrio, habitante de uno de los pequeños departamentos de la parte baja.

Para lavar la ropa había dos grandes lavaderos, que también servían para bañar a los más pequeños. Ni pensar en lavadora, peor secadora. La ropa era lavada a mano y se ponía a secar en los cordeles de alambre que cruzaban de un lado al otro de la pared de la edificación. Asomarse por la balaustra de madera en la parte superior, era observar las prendas de toda la vecindad tomando el sol para que se sequen. Los cordeles los apoyaban con unas cañas para que se mantengan firmes y no se caigan.

No solo los cordeles se apalancaban, también una de tus bases que amenazaba derrumbarse. Sabíamos que no te caerías pues eras incapaz de hacerle daño a nadie.

Si queríamos aprender a leer, el mejor pizarrón eran tus paredes. Elaboradas de caña eran pintadas o forradas con papel periódico, agujereados por la muchachada, por lo que el engrudo y El Universo no faltaban en ninguna vivienda.

Las divisiones entre los pequeños departamentos eran de tablas y los interiores de caña, así como la pared que cubría el ascenso al piso superior. Esas escaleras eran de tablas chuecas y agujereadas por lo que más de uno probó el suelo de cemento en el que terminaba.

El tintinear de las botellas que lavaba don Carlitos era el despertador diario. El hombre, entrado en edad, compraba la leche, recién ordeñada, al distribuidor que llevaba en su carreta halada por dos burros, grandes tanques del producto. Don Carlitos tomaba las tanquetas y envasaba la leche en las botellas de vidrio de un litro.

Vivía en la planta baja con sus hermanas Concha y Esther, y su nieto, Pancho (hijo de Concha). Concha vendía comida preparada y su hermana era la ayudante-cobradora.

Don Carlitos era un hombre gruñón y amante de los cepillos para lavar las botellas que debían estar impecables antes de volver a llenarlas. Los de arriba y los de abajo se peleaban por ayudar a don Carlitos que pagaba cinco centavos de sucre por unos cuantos envases limpios.

La vendedora de periódicos voceaba las noticias más destacadas del día para atraer así a su clientela; en tanto que los cargadores de bultos en el mercado eran de lo más madrugadores. Como ven, había gente con actividades disímiles.

‘Ladrón, ladrón` era el grito más pronunciado por la gente que perseguía a alguien que se había apoderado de sus pertenencias. Como tu estructura facilitaba la entrada de malhechores, el `longazo’ trepaba tus frágiles paredes y pasaba al terreno de los curas. Eran tantas las veces que el ´longazo’ usaba esta estrategia que ya la muchachada se acostumbró y no lo denunciaba porque el `longazo’, con sus propias palabras decía que no se metía con la gente del barrio y antes por el contrario los protegía de otros malhechores.

Las dos familias que habitaban los dos departamento superiores eran las más numerosas aunque los niños no eran los mayores. Solo el hecho de tener ventanas a la calle les daba ventaja sobre los otros departamentos que tenían una pequeña ventana al lado de la única puerta.La ventana era como un agujero donde el canicular sol o la lluvia intensa penetraban. Las puertas y ventanas de madera conservaban unos labrados similares a los que se observan en la colonial ciudad de Quito.

Abrir las chazas (balcones con puertas) era como desnudar todo tu interior. Los dos balcones tenían estructuras de madera, la opción era abrir toda la chaza o las ventanas laterales. Las laterales eran similares a las actuales persianas pero eran de madera con las tablas inclinadas que, al abrirlas se sujetaban con un palo. La chaza era un balcón donde al asomarse invitabas al coqueteo con quienes pasaban por la calle, además, te prestabas para el juego de Carnaval que era una de las festividades más participativas de la comunidad: atrapar los globos o que le echen tarros de agua a todo el que pasaba por tu frontal. En la parte superior de la chaza destacaba un hermoso labrado que era admirado hasta por turistas que de vez en cuando los agentes de turismo mostraban a los visitantes.Te mostrabas orgullosa de tu parte frontal, en cambio, en tu parte trasera se divisaban frondosos árboles bien cuidados y cargados de apetitosos frutos. Tu destino estaba sellado. Los sacerdotes de la Orden de los Padres Lazaristas eran dueños de todo el terreno que pasaba de una cuadra a otra. Con su impecable sotana color blanco hueso, por las mañanas y por las tardes en determinadas horas tú los divisabas con Biblia en mano aprendiendo más de la palabra del Señor para practicarla con los creyentes.

Era solo un convento por lo que no se celebraban los ritos católicos propios de su fe.
Un día los sacerdotes enviaron un oficio a sus inquilinos notificándoles que en un plazo de dos meses debían desocupar las viviendas pues “La´Casa Vieja” iba a ser derrumbada.

Un estremecimiento sacudió tus entrañas; ya te habías acostumbrado -tantos años- a la presencia y convivencia de todos los que albergabas en tu seno. Más que tu supervivencia te preocupabas por el destino de las familias, pues todos eran de recursos limitados y los curitas alquilaban los departamentos a precios módicos.

Un fuerte abrazo y lágrimas en sus ojos fue la despedida de quienes, poco a poco, te abandonaban. Y así también, te iban dejando en escombros tu estructura.
Pero rejuveneciste en una hermosa capilla denominada “La Medalla Milagrosa”. Toda una fiesta fue su apertura. Tus anteriores inquilinos se congregaron en tu seno porque eran tus invitados especiales.

Bajo el lema: Oh María sin Pecado Concebida, rogad por nosotros que recurrimos a Vos”, finalmente, se desperdigaron los habitantes de “La Casa Vieja”.