Cuentos Esmeraldeños: El Leñador

El leñador, es la historia de Sebastián Rodríguez, un humilde campesino, que tras años de trabajo duro comienza a sufrir una enfermedad que poco a poco lo va consumiendo hasta convertirlo en un hombre diferente. Un relato que rebosa frescura y vitalidad y se lee con placer.

Muy bien hubiera podido servir de modelo al escultor más exigente. Sebastián Rodríguez era todo un Hércules y ningún mozo de la comarca podía igualar el empuje de su fuerte brazo. Lucía un tórax espléndido, bíceps enormemente desarrollados y unos muslos perfectos. Se había formado, desde muy pequeño, en el rudo trabajo de la selva. Ahora ningún esfuerzo impedía su entusiasmo. Era optimista y su rostro se iluminaba con una dulce sonrisa. 

Desde muy temprano, cuando aún en el horizonte no se había borrado del todo la oscuridad, había empuñado el hacha y dado a la rutinaria infatigable tarea de romper los enormes troncos de madera que estaban acumulados frente al rancho. El sol lucía en el cenit en un cielo de turquesa y, Sebastián Rodríguez, cual un gigante, al pie de los troncos, rítmica e incansablemente, con violento impulso dejaba caer el hacha. Tenía el torso desnudo, y de la frente, por las sienes y pectorales le bajaban manantiales de sudor. 

¿Hasta cuándo trabajas Sebastián?

Era la mujer que sacando la cabeza por el hueco de una ventana del rancho lo incitada a descansar. 

¡Ya mesmo termino! —le contestó. Y dio unos cuántos golpes más con la tajante herramienta, hasta que, al fin, se decidió a suspender el trabajo.

– ¡Vos sí que no te cansas de trabajá!

-Y, ¿qué hay que hacer? ¡Esa es la vida del pobre!

¡Si, ¡pero por pobre que uno sea no hay que jodese tanto! –Y le decía la verdad.

– ¡Si no juera poque hay que educá al retoño!

¡Hum…!, ¿qué tenés que estás pálido?

– ¡Yo qué sé! No me siento bien. Tengo un malestar…

¡Vení a comer pa que vayas a acostate!

Sebastián Rodríguez no pudo probar bocado. Fue directamente a tenderse en el petate que le servía de cama en el suelo de pambil. Entonces sintió un extraño malestar en el pecho; una presión inexplicable. Le invadía una extraña angustia y, al poco rato, empezó a arrojar bocanadas de sangre.

Sin una buena alimentación y sin una adecuada atención médica la congestión pulmonar declinó en una grave enfermedad y, el hombre hercúleo se fue agotando lentamente, se fue consumiendo poco a poco, hasta el extremo de perder los potentes bíceps y los robustos pectorales. Al fin quedó convertido en una sombra de lo que había sido. 

Su tos cavernosa resonaba día y noche en el rancho hasta que tuvo que ser recluido en el hospital del pueblo. Allí se hizo más amarga su tragedia. Las enfermeras le huían. Eludían prestarle sus servicios. Tampoco nadie quería tenerlo a su lado; nadie quería verlo. 

Rosa Elena, la enfermera más abnegada, era la única persona que, sin escrúpulos, sin ascos ni temores, se acercaba al espectro de Sebastián, el pobre negro leñador que agonizaba lentamente, día a día sin esperanza de salvación.

-No se acobarde. Usted se va a sanar. ¡Ya verá qué bien le sienta esta inyección! ¡Y, después, este platito de caldo que está tan sabroso! Para todo hay que tener valor, ¡Sebastián! Y todos los días, con la misma paciencia, Rosa Elena era la única que asistía al moribundo.

Un día Sebastián desapareció del hospital. Para las enfermeras su huida constituyó un alivio. Sólo se pudo escuchar una voz de compasión, la de Rosa Elena, que exclamó:

¡Pobre Sebastián! ¿A dónde irá a morir?

Nadie volvió a saber más de él. Cuando dejó el hospital se embarcó de pasajero en una canoa que iba río arriba del Esmeraldas. Tendido bajo el rancho de la piragua podía admirar la espléndida vegetación de las riberas, los anchos chisparos que besaban la corriente, los tupidos bananales que se perdían de vista en el horizonte y, aquí y allá, numerosos árboles frutales: los pepepanes y los mangos, los guayabos y los naranjos. Se recreaba viendo la huida, en vuelo armonioso, de las garzas, albas como copos de nieves; el sumergirse cauteloso de los lagartos adormitados en las orillas, o el salto nervioso de las ardillas. Se deleitaba oyendo la armonía inimitable del canto de un chicao y los mil y mil trinos que brotaban como emanaciones espontáneas del bosque milenario.

Al llegar a su humilde choza fue recibido con alegría —esto, cuando menos—por su mujer y su hijo, para quienes fue una sorpresa su llegada.

Tan pronto supieron los morados del recinto de Chancama la sorpresiva llegada de don Sebastián —empezaron a acudir a su rancho muchos de sus antiguos amigos, no tanto con la sana intención de prestarle alguna ayuda, sino más bien por curiosidad. Fueron llegando en sucesión viejos, mozos, mujeres y niños, haciendo fastidiosa para el enfermo la presencia de tanta gente que conversaba y reía. Algunos de los visitantes empezaron a dar al recién llegado sus más sabios consejos:

-Vusté, don Sebas, lo que debe tomá toitas las mañanas y bien fresquita es lagua de sepa de dominico. Ese sí que es un remedio injuliable.

-Mire, compa –argüía otro- no es palanganada, pero yo he curao enjermos peor que vusté. Lo mejor pa eso que tiene, y que se lo quiere llevar mandinga, lo mejorcito quei conoció es la sangre del mono calientita, compa.

– Y yo recuerdo, don Seba, que ahora tiempito no más, el manco Cuero se medicó poniéndose en el lomo el cuero del mesmo bicho recién matao.

Los días empezaron a transcurrir lentos, pesados, monótonos. Cuando el sol asomaba en el horizonte, Sebastián Rodríguez con la poca energía que le quedaba salió del rancho sin rumbo por la espesa selva, y comía aquí el retoño de una planta, más allá el cogollo de otra e inhalaba, con deleitosa fruición, el aire de la selva cargada de oxígeno y de raros perfumes. Durante muchos meses siguió practicando el mismo sistema de vida hasta que empezó a sentir que las fuerzas le aumentaban lentamente, que las fiebres disminuían, que la tos se hacía menos persistente. 

Después se sintió con valor para requerir la escopeta e irse selva adentro. Y allá cazó guacharacas y pavas salvajes, guantas y venados que comía con avidez. Cazaba monos cuya sangre bebía y cuya piel, caliente aún, se ponía en la espalda desnuda…

Cierto día se oyeron unos golpes a la puerta de casa de Rosa Elena. Subió las escaleras un hombre fornido, robusto, de abultados pectorales, llevando una pava de monte, un mate de huevos y unas piñas.

Buenos días señorita.

Buenos días, ¿qué se le ofrece?

-Nada, nada, señorita.

-Perdone, ¿y qué deseaba? ¿Quién es usted?

-Hay, señorita ¿no me reconoce?

-No. Francamente, no me acuerdo.

-No se acuerda, señorita, ¿no se acuerda de Sebastián Rodríguez, el negro tísico que huyó del hospital?

– ¡Ah!, si, ya me acuerdo. Pero, ¿usted es Sebastián Rodríguez?

– ¡El mesmo, señorita, aunque usted no lo crea!

– ¡Es un verdadero milagro! ¡Cuánto me alegro de verlo tan bien, Sebastián!

-Y completamente curao. El doctor que me pulseó me dijo que estaba completamente curao.

-Lo felicito, Sebastián. Y me alegro de verlo completamente sano.

-Y aquí le traigo este regalito pa que sepa que los negros también tenemos corazón y sabemos agradecé. 

 

Pie de foto

Dato: 

Bolívar Ángel Drouet Calderón

Nació el 1 de marzo de 1907 en Esmeraldas. Fue profesor, periodista, escritor y político. Su afición por la literatura comenzó desde sus años de estudiante, pero fue en 1953 cuando publicó su primer relato en la revista Tierra Verde.