Agoniza la confianza

Autor: Revista Semanal | RS 80


La confianza como base de la vida institucional

Ya en 1.762, Jean-Jacques Rousseau, cuando publicó su volumen llamado Contrato Social, las diferencias sociales, económicas y políticas conspiraban contra un estado armónico de la sociedad, en cuyo interior, se cocían las ambiciones que habrían de dar al traste el objetivo común de vivir en paz y armonía dentro de una sociedad. Sus opiniones se oponían a las que circulaban en su tiempo, al defender la tesis de que el ser humano nacía, en su estado natural, vivía en armonía con los otros miembros de su colectivo, y que era la política y el desarrollo los que los pervertían y dejaban que se muestre los más abyectos aspectos escondidos en los hombres.
Por eso propuso que, para recuperar la armonía, había que tornar al “hombre natural” y, cediendo una parte de su libertad a la sociedad, ésta le devolvía en forma de seguridad y derechos.

El contrato social
El contrato social de Rousseau, pasó entonces a ser considerado como un pieza fundamental en la filosofía política y social, fundamento de los deberes de un gobierno: garantizar la paz, la seguridad y la libertad de quienes conformaban una determinada sociedad.
Claro, para lograr el objetivo era imprescindible el brillo de una confianza entre los dos elementos de este contrato: la autoridad y los ciudadanos. La confianza de que únicamente al vivir juntos, bajo ciertos lineamientos unánimemente aceptados y cumplidos haría que se consigan estos objetivos.
La confianza es entonces, uno de los pilares fundamentales en los que se construye una sociedad armónica, pacífica y libre.
Al romper esa confianza, una sociedad se tambalea y puede llegar a estados de violencia entre sus miembros.

¿Qué pasa en el Ecuador?
En el Ecuador de estos últimos tiempos vivimos desconfiando de todo y de todos. Es una desconfianza ante las leyes, ante las instituciones que norman nuestro desarrollo, ante las autoridades electas o nombradas que en determinado momento ejercer poder sobre determinados temas; en suma, es una desconfianza tan grande que amenaza con la existencia misma del Estado. Los analistas y estudiosos nos dicen que estamos al borde de un Estado fallido que puede llevarnos a su desintegración.
En estos tiempos de elecciones, esta desconfianza se dirige a quienes tienen la obligación de garantizar la transparencia y justeza de estos procesos; es decir de un Consejo Nacional Electoral que reúna todas estas virtudes que brille con las luces de imparcialidad y que su trabajo recoja exactamente la voluntad popular. Eso otorgará legalidad a un gobierno y a un gobernante para ejercer el Poder.
Pero, eso es, exactamente, lo que está en tela de duda. El actual Consejo Nacional Electoral no ha sido capaz de demostrar la transparencia de sus actos logrando minar la confianza ciudadana.

Hace unos años
Hace unos años, cuando esa Institución aún se llamaba Tribunal Supremo Electoral, estaba presidido por ciudadanos honorables que cumplían con su deber cívico, aún cuando sus decisiones podían no ser del agrado de las agrupaciones políticas a las que ellos mismo pertenecían.
Sería en este siglo XXI, cuando este Tribunal no solo que, sobrevolando el mundo de la política, participó como un actor principal en el juego del Poder. Destituyó de un plumazo un Congreso, dando paso a que todos sus miembros sean reemplazados por sus suplentes. El huésped de Carondelet miraba complacido y usó la fuerza pública para hacer cumplir esta decisión. A cambio de esta jugada, el presidente del Tribunal y sus vocales tuvieron estabilidad por varios años en la institución, mientras que la desconfianza en sus actos se instalaba en la ciudadanía.

¿Cuándo cambió?
A partir de ese momento se han sucedido varios presidentes del que luego se llamaría Consejo Nacional Electoral; todos ellos electos con la complacencia de aquel ejecutivo que instaló una nueva Constitución y, lo que es peor, una impunidad que cubría y cubre a los actos dolosos de todo corrupto que medra las bases de la democracia.
Recuerdan, por ejemplo, aquella lección de gratitud cívica de cierto presidente de este Consejo Nacional Electoral que duró 8 días en su cargo y dio paso, sin rubor, a que otro de sus compañeros lo sustituya, mientras él, experto en informática se dedicó a “modernizar” la institución para obedecer las directrices que recibía provenientes de Carondelet.
Ambos presidentes el que renunció y el que ejerció, fueron condecorados, no solo con gratitud, de parte de quien ejercía la presidencia del Ejecutivo. Hay una “tierna” foto, en la que el presidente de la República acoge en su pecho al presidente del CNE, cuando éste presentó su renuncia para viajar al extranjero para cumplir otra misión.
Pero, también, recordemos una filtrada conversación entre el entonces vicepresidente de la República con quien dirigía unas elecciones, en la que desde el palacio presidencial se ordenaba el “apagar” el sistema electrónico. Minutos después, no solo que se cumplió la orden, sino que tras ese “apagón” las cifras comenzaron a cambiar favorablemente para los candidatos del gobernante.
Ambos hechos, minaron mucho más la confianza ciudadana en el CNE.

En la actualidad
Hoy estamos nuevamente ante ciertos hechos que acrecientan esa desconfianza.
En las pasadas elecciones fueron encontradas inconsistencias en el padrón electoral que aún no han sido debidamente aclaradas. Tampoco se sabe qué sucedió con aquella denuncia de un propio miembro del Consejo Electoral, de que había encontrado en las cercanías de la delegación institucional un centro paralelo que manipulaba las cifras.
Ya no hay el fraude descarado y vergonzoso de antaño en que los gobernadores enviaban telegramas a los ministros preguntando cuántos votos hacían falta para lograr el objetivo de ganar las elecciones, no; ahora el fraude es telemático. El software utilizado en el conteo de los votos no es confiable. Expertos dicen que es posible manipularlo. El Consejo Electoral, guarda silencio. La desconfianza aumenta.
En estos días trágicos, en que un candidato presidencial fua asesinado, el comportamiento de los miembros del Consejo Nacional Electoral ha sido timorato, por decir lo menos, cuando no turbio. En un principio, cuando la agrupación política que respaldaba al candidato asesinado buscaba la manera de seguir en la contienda, levantaron una consulta al CNE, que demoró ser contestada. Luego cuando esa agrupación decidió candidatizar a quien había sido amigo de la víctima del crimen, jugaron con los plazos. Los argumentos venales que usaron las autoridades del ente juzgador electoral, aparentemente, estaban basados en reglas jurídicas que llevarían a que dicha agrupación política no tenga su candidato, La reacción pública presionó hasta lograr que se acepte el cambio de nombre en la papeleta electoral, pero con tan poco tiempo como para que pueda realizar una campaña de conocimiento del nuevo candidato por parte de la ciudadanía que llegará al día de las elecciones en desventaja frente a las otras candidaturas.
Ese juego oscuro y tenebroso de tiempos y destiempo, de denuncias y contradenuncias, de tardías respuestas, ha sido una constante en el actual Consejo Nacional Electoral. Nunca se sabrá a qué intereses obedecen; mientras tanto la confianza en la institución casi ha desaparecido de la ciudadanía.
Luego los líderes políticos se lamentan de que el camino político por el que transita el Ecuador es el de la desinstitucionalidad.