Salud mental antes que armas

Tras el anuncio del Gobierno de eliminar algunos obstáculos para la tenencia y porte de armas de fuego, se suscitó un debate que revela una preocupante confusión de prioridades. El crimen y la paz social no son cuestión de tecnología ni de infraestructura; las armas en manos de la ciudadanía no bastan para traer de vuelta la calma, pero tampoco es que la violencia en las calles se deba únicamente a los nuevos arsenales del hampa. El verdadero problema es que el país, de un tiempo acá, se llenó de personas dispuestas a matar y eso —un asunto moral y de salud mental, con profundas raíces socioeconómicas— no se cambia con más o menos armas.

Somos una sociedad profundamente violenta. La agresividad es omnipresente: desde las relaciones intrafamiliares y de pareja, hasta el deporte y el entretenimiento, pasando por la política, el tráfico y la vida pública en su conjunto. La violencia es el nuevo idioma que cada vez más ciudadanos hablan y que, por lo tanto, el resto también tiene que aprender a dominar. ¿Cómo evitar que las armas abonen a ese proceso?

Algunos ciudadanos —principalmente sobrevivientes de la violencia o personas en situación vulnerable— encontrarán una legítima sensación de seguridad y confianza en la tenencia legal de un arma. Pero de nada servirá si es que el Estado no es lo suficientemente cuidadoso al otorgar permisos y, sobre todo, si no invierte en tratar la salud mental de su población. Educación, familia, comunidad, cultura, asistencia psicológica, un sistema eficaz de rehabilitación; son temas menos polémicos y llamativos, pero hoy más importantes.