Preservar la ciudad no implica renunciar al futuro

Tan importante como preservar el supuesto patrimonio cultural arquitectónico de una ciudad es permitir su natural evolución y desarrollo. Es comprensible que las zonas de una urbe más favorecidas por el paisaje, el clima y las facilidades de acceso hayan sido, desde sus inicios, las más atractivas para construir, y que lo sigan siendo hoy. Si, por aferrarse al pasado y a la belleza arquitectónica de una época, se insiste en conservar construcciones, se impide también que surjan nuevas creaciones. Cada vez que se observa una joya arquitectónica en un lugar, cabe preguntarse qué hubiese sucedido si en la época en que fue levantada, las autoridades hubiesen preferido mantener a toda costa lo que estaba allí antes.

No se puede tratar a casas y edificios históricos como cuadros, esculturas o joyas, pues no se pueden  almacenar en museos y sus costos de mantenimiento son mucho mayores. Además, conservarlos implica el costo de la oportunidad de reutilizar un terreno, quizá valioso, y de generar la dinámica económica que conlleva un nuevo proyecto. En el caso de Quito, la legítima preocupación por el Centro Histórico se ha extendido como un injustificado afán conservador a otras partes de la ciudad, cuya modesta importancia pasada no justifica que se las prive de posibilidades en el futuro. Para variar, se espera muchas veces que sean los propietarios quienes, sin poder hacer transformaciones en su propiedad, asuman los elevadísimos costos de mantener el supuesto patrimonio, todo para satisfacer la pasión nostálgica de ciertas autoridades.

Sin políticas claras de selección ni suficientes fondos públicos, el afán de preservar solo conduce a la decadencia de la ciudad.