Existe un riesgo inevitable cuando se intenta convertir en normal aquello que, por definición, debe ser excepcional. El presidente Daniel Noboa ha anunciado la ampliación del estado de excepción, a partir de la fecha de su vencimiento, por 30 días más, y advirtió la continuidad de ciertas medidas extremas, como la presencia de Fuerzas Armadas en las cárceles. Comienza a surgir la interrogante sobre qué tanto piensa el mandatario emplear este recurso a lo largo de su Gobierno.
No es una preocupación gratuita. La receta de Nayib Bukele —que tiene a El Salvador sumido en un estado de excepción desde hace dos años— comienza a ganar adeptos en el continente. Sin embargo, los riesgos son evidentes. Cuando se emplea con demasiada frecuencia la etiqueta de ‘seguridad nacional’ alrededor de compras y contrataciones, se abre la puerta a irregularidades, abusos y corrupción.
Al mismo tiempo, es necesario entender que una medida extrema como el estado de excepción tiende a autoperpetuarse. Es innegable la reducción de asesinatos que ha visto el país en las últimas semanas, pero si ello goza del favor popular y solo puede lograrse bajo un clima de restricciones, es tentador renovar el estado de excepción sucesivamente. A la larga, se genera un escenario ficticio que necesita de dicho decreto para mantenerse.
Todo el sistema empieza también a adaptarse paulatinamente. Las Fuerzas Armadas pueden terminar desnaturalizándose y las políticas de rehabilitación ya han quedado relegadas. El Gobierno necesita tener claro en qué condiciones quiere gobernar y qué país quiere dejar. Los límites al Gobierno y las libertades ciudadanas son importantes, y se corre el peligro de que la ciudadanía solo reaccione cuando los ha perdido.