La frenética barbarie de la justicia por mano propia

Ya han pasado más de cuatro meses desde que dos personas fueron vapuleadas y quemadas vivas en Toacaso. Pese a que el crimen se llevó a cabo frente a una multitud de testigos y a que sus momentos previos fueron registrados en imágenes de amplia circulación, los autores no han sido sentenciados. Hechos similares sucedieron posteriormente en Pifo —donde un supuesto delincuente fue quemado, aunque sobrevivió— y hace pocas semanas en Carapungo —incidente minuciosamente filmado por los participantes—. Santo Domingo fue también testigo de episodios de una crueldad inusitada; en uno de ellos, a un presunto asaltante le cortaron una mano, y en otro, un humilde reciclador al que confundieron con un ladrón fue atado a un poste y quemado vivo. Todos estos casos, igualmente, permanecen en la impunidad.

Vale la pena tener presente estos antecedentes de barbarie al evaluar lo que acaba de suceder en el Comité del Pueblo, cuando de forma supuestamente espontánea una muchedumbre intentó acabar con una presunta malhechora y destruir su domicilio. Culpar a la inoperancia del Estado por estos frenéticos episodios tumultuarios implica, desgraciadamente, absolver a los violentos ciudadanos que los protagonizan. Conlleva, además, legitimar las fobias y prejuicios de la turba, que se ensaña prefentemente con negros, pobres y extranjeros. Si ni siquiera con presuntos culpables esto debería ser tolerado, al momento en que afecta a inocentes debería ser aun más severamente reprimido. En un Estado de derecho, la renuncia de la ciudadanía a la violencia debe ser incondicional y absoluta; solo a partir de allí, se puede exigir seguridad.