Este silencio extraño

Si las autoridades electorales podrían darnos algún tipo de fármaco para entontecernos, o propinarnos a todos un golpe en la cabeza que nos aturda antes de votar, ¿lo harían? No hay forma de saberlo, pero parecería que el sistema quiere que votemos desganados, resentidos, irritados y desinformados.

Se valen los movimientos de alquiler y los partidos huecos. Están prohibidas las campañas sostenidas o el trabajo partidista permanente fuera del calendario electoral. Se limitan las libertades en nombre de la igualdad de oportunidades, pero lo único que se logra es vaciar a la política de la necesaria ideología, banalizarla y poblarla, no de estadistas o constructores de naciones, sino de caricaturas. ¿Quién querría votar así?

Por eso, el voto se torna obligatorio —y, además, facultativo para muchos que en otros lugares se juzgan no aptos para elegir autoridades—. Así, mucha gente termina teniendo que elegir entre acudir a esos comicios que aborrece y darle su dinero, que no le sobra, a ese Estado del que nada quiere saber. 

Finalmente, el ‘silencio electoral’ termina de entorpecernos. Mejor debería llamarse ‘demencia electoral’, porque implica una inmersión en 48 horas de rumores, ‘fake news’, bajezas y calumnias sin réplica racional. Es como un régimen alimenticio en el que los últimos días se prescribe comer solo basura, como terminar de ducharse lanzándose al lodo. Ni un Estado todopoderoso es capaz de controlar la información; si prohíbe la buena, solo queda la peor.