El negocio de la función pública

No hay nada malo en tener dinero ni en acumular fortuna; el problema es hacerlo pervirtiendo el propósito de la función pública. Optar por un puesto de servidor público implica la aceptación tácita de ciertos sacrificios. A cambio de la estabilidad, la seguridad y, especialmente, el prestigio social que conlleva una plaza en la función pública, el ciudadano que la ejerce acepta renunciar a la persecución del lucro más allá de su sueldo —que en Ecuador, además, suele ser más elevado que el equivalente en el sector privado—. Cuando, por perseguir mayor riqueza, un burócrata o una autoridad electa subasta su trabajo al mejor postor, , destruye la esencia misma de la democracia. Negar los servicios del Estado a la ciudadanía que los merece y reservárselos a quienes pueden pagar por ellos conlleva prostituir la función pública.

Es vital instaurar en el país la plena conciencia de que el dinero público es sagrado. Para lograr ese cometido se requiere, entre otras cosas, rescatar el factor disuasivo de la justicia. La Unidad de Análisis Financiero y Económico (Uafe), la Contraloría e instituciones similares no pueden escudarse en una supuesta carencia de recursos para evitar actuar ante evidentes casos de enriquecimiento injustificado desde lo público.

La sociedad en su conjunto tampoco puede evadir su responsabilidad. Ningún funcionario corrupto amasa su botín en silencio, menos aun a solas o de manera aislada. Los casos de enriquecimiento ilícito acaecen ante los ojos de la comunidad y sus protagonistas son actores en el mercado. Si la ciudadanía honesta no está en condiciones de denunciar, sí puede al menos rescatar la fuerza de la condena social.