El imperio del cigarrillo de contrabando

Mientras el Gobierno hace malabares tributarios para reducir en algo el déficit fiscal, el país ha dejado que se le escabullan —durante los últimos ocho años— más de dos mil millones de dólares en recaudación por impuestos a los cigarrillos. Al mismo tiempo que se habla de la lucha contra el crimen organizado, el Estado permite que, a vista y paciencia de todos, los grupos delictivos normalicen el contrabando de cigarrillos.

Este contradictorio escenario ilustra una triste verdad: con respecto al tabaco, Ecuador tiene lo peor de ambos mundos. Por un lado, al tratarse de una práctica legal y extendida, el país debe lidiar con los dramáticos y costosos efectos del tabaquismo en la salud pública. Por el otro, al haber permitido que impere el contrabando, el Estado no logra ni siquiera hacerse con los impuestos que podrían derivarse de esa práctica. A ello debe sumarse el control de calidad y de parámetros de seguridad del producto; a los mismos sectores de la ciudadanía que se escandalizaron ante la presencia de plomo en ciertos alimentos parece no importarles que la población esté consumiendo cigarrillos de peligrosa procedencia, carentes de cualquier supervisión.

Con una presencia de apenas 16 por ciento, la industria legal del cigarrillo casi ha desaparecido ya debido a la inoperancia del Estado. El contrabando no es un problema tributario ni económico —a la larga, una industria regulada jamás podrá emular los bajísimos costos de aquellas ilegales— sino un asunto policial. Solo reinstaurando una cultura de legalidad, con el debido control, se podrá paliar, dentro de lo posible, el daño que conlleva esta industria.