El Estado distraído

Hace cincuenta años, cuando todavía existía una supuesta amenaza externa a la integridad territorial ecuatoriana —el conflicto con el Perú— y reinaba en el hemisferio la lógica militarista de la Guerra Fría, se impuso una visión estatista de la política energética que hasta el día de hoy nos pasa factura. La convicción de que el Estado era el único capaz de garantizar la justa extracción, transporte, refinación, comercialización y distribución de hidrocarburos en el país —comprensible y bienintencionada en su momento— dio pie a una empresa inmensamente rica y poderosa que, no obstante, como sucede con todo ‘tesoro’, se convirtió también en tamaña fuente de distracción para su dueño y en imán de codiciosos sin escrúpulos.

Ahora, en un mundo muy diferente al de 1972, el Estado ecuatoriano sigue, incluso en un momento de extrema debilidad como el actual, condenado a desperdiciar recursos en tareas secundarias que otros podrían hacer mejor y a lidiar con fuerzas políticas oscuras que, amparadas pretextos ideológicos, buscan torpedear sus principales fuentes de ingreso y socavar sus cimientos; por ello no fue capaz ni siquiera de garantizar la seguridad de la provisión energética del país durante el último paro nacional.

Cerrar el capítulo del mal llamado ‘Estado empresario’ no es ser enemigo de lo público y de los trabajadores; al contrario, es aceptar que un Estado distraído por generar lucro y empleo artificial para unos pocos es también uno incapaz de garantizar hasta la seguridad más elemental a sus ciudadanos en momentos determinantes. El gobernante debería tener las prioridades siempre en orden.