El amor como bien supremo

Álvaro Peña Flores

Jad Issa, un sirio, de la ciudad de Alepo, de 45 años de edad que padece de síndrome de down, tiene un hijo de 23 que posiblemente hoy, ya sea un odontólogo profesional en su ciudad natal. La historia es increíble y conmovedora por el hecho de que un hombre con capacidades especiales haya podido por vías normales engendrar un hijo con una mujer complemente sana. Sader – el hijo – cuenta orgulloso de cómo su padre a pesar de sus limitantes ha sido un provisor y padre ejemplar, destacando el amor que le ha sido dado, y todas las facilidades normales que le ha proveído a él y a su madre.
Me gustaría recalcar estas dos características, el amor y la normalidad. ¿Qué hace que una mujer sana y normal pueda convivir y tener un hijo con un hombre no normal? Pues el amor, el amor percibe más allá de lo físico e intelectual, ve la profundidad del ser humano y su capacidad de donarse y de servir sin condiciones. Tanto Jad como Sader hablan orgullosos el uno del otro, de cómo han vencido las dificultades y del inmenso aprecio que la comunidad les tiene.
Con la pandemia nos hemos dado cuenta que la normalidad es una cualidad totalmente relativa, se ajusta a los tiempos y a los espacios, pero más que nada a las personas. Para esta familia siria, su vida es completamente normal, vivir con al alguien con síndrome de down no los ha coartado para desempeñarse a cabalidad en la sociedad, antes bien, han contribuido con un profesional que ayudará a mejorar la calidad de vida de las personas.
Con estos precedentes, resulta irónico ver, pese al trago amargo de la pandemia, que aun hay grupos religiosos radicales matando por defender sus credos, a otros defendiendo el aborto, y a otros tantos sembrando odio y repudio por doquier, cuando hay tanto bien por hacer aquí y en todo el mundo. Definitivamente el amor debería constituirse como ley universal y encabezar los acuerdos de paz internacionales.

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