Vergüenzas del Mundial

Carlos Freile

No solo aquella de los trabajadores esclavos fallecidos sino otras realidades bochornosas, algunas graves: el silencio criminal, sobre todo de los futbolistas, sobre la posible condena a muerte de un colega iraní, Amir Nasr-Azadani, por defender en su país los derechos de las mujeres; otras groseras, como el gesto obsceno del arquero campeón con su trofeo (¿todavía no le ha castigado la FIFA?), o el canto insultante de los campeones contra los “p**** periodistas” con olvido desvergonzado de todos los ditirambos desmesurados lanzados por estos profesionales a su ídolo (uno de los cantantes bailarines) y al equipo, por no mencionar los insultos grotescos de un exjugador ya retirado a un joven del equipo perdedor… Como afirmó hace pocos días un periodista español: “Se puede entender al que no sabe perder porque la derrota puede ser muy frustrante pero no existe excusa para la bajeza del que no sabe ganar”. Las malas personas no saben ganar.

Pero no dejemos de lado otra circunstancia no poco curiosa: ¿Qué equipos llegaron a la final? Francia y Argentina, cuyas principales estrellas, Mbappé y Messi, juegan en… el PSG, equipo que pertenece a… el emir de Catar. ¡Vaya coincidencia! Situación vinculada con el escándalo de sobornos del mismo país a políticos europeos comprometidos monetariamente para facilitar no solo la realización de este mundial en ese lugar sino otras cositas medio obscuras.

La conclusión no es nueva: el fútbol está podrido hasta la médula; desde que se convirtió en un negocio millonario los tentáculos del poder económico lo han vuelto putrefacto; sus auténticos protagonistas, quienes brindan felicidad a millones de fanáticos, se han transformado en piezas de un juego macabro, movidas por las manos de los dirigentes y los empresarios, sin que ellos, los jugadores, tengan ni voz ni voto en las programaciones de nuevos campeonatos o de sus características, como ya lo denunció el futbolista más respetable y digno de los últimos años: Luka Modric, sobre quien no cae ni la menor sombra de vergüenza. Las buenas personas saben perder… y ganar.