Esta semana el mundo se ha horrorizado con la noticia de las hermanas españolas Olivia (6) y Anna (1), que desaparecieron en abril pasado cuando su padre las llevó a cenar y en lugar de devolverlas a casa de su madre, escribió a su exesposa para advertirle que nunca más las volverá a ver.
Las autoridades no han parado de buscarlas hasta hallar el cuerpo de Olivia sumergido en la profundidad de las costas de Tenerife, en las Islas Canarias. Continúan buscando un rastro de la otra menor y del culpable de esta tragedia, su padre.
La psicóloga española, Sonia Vaccaro, acuñó el término ‘violencia vicaria’ para identificar esa expresión de la violencia intrafamiliar y de género que se extiende hacia los más desprotegidos con el fin de perpetuar el dolor en la víctima. Es decir, el agresor, que con frecuencia es la pareja o expareja, pierde el control sobre su víctima (la mujer) y encuentra una nueva forma de ejercer su poder: “te doy donde más te duele”, habitualmente los hijos.
En el Ecuador los datos de violencia contra menores, en manos de sus progenitores o de sus parejas, son alarmantes.
En 2020 el Consejo de Protección de Derechos del Distrito Metropolitano de Quito advirtió sobre el incremento de denuncias y muertes de menores durante la pandemia, pero la falta de estadísticas favorece a la impunidad.
Existe un problema arraigado de violencia en la estructura de nuestra sociedad. Ante estas noticias desgarradoras, solemos pensar que los agresores están ‘locos’ o que sufren alguna enfermedad. La realidad es que, mayoritariamente, se trata de hombres -pero también mujeres-, que reproducen relaciones de poder, de machismo y de violencia que deriva en paternidades que matan.
Tenemos mucho trabajo pendiente, incorporar medidas efectivas que protejan a las víctimas oportunamente y tomarnos en serio la lucha contra la violencia de género y erradicar el machismo a todo nivel.