Parafraseando un viejo refrán

“Cuando veas la inflación de tus vecinos subir, pon la tuya en remojo”. Parafrasear un viejo refrán puede servir para alertar sobre la influencia que el mercado mundial de alimentos y bienes de consumo genera a corto y mediano plazo en el bolsillo de las familias de menos ingresos (y también a las otras) en nuestro país.

No pasa. Ni pasará, se cree pese a repuntes que se registran en la canasta básica, inclusive. Preocupa, sin embargo, que no sea una excepción. En verdad, el Gobierno la quiere evitar. Que la inflación trepe un par de puntos porcentuales es un escenario al que, de momento, se resiste a entrar, consciente del impacto que tendría en una sociedad que experimenta una sensación omnipresente y de larga data, de profunda crisis material y moral.

Para superar la incertidumbre y la vulnerabilidad que han invadido a la sociedad, se requiere de una serie de medidas. Quizás la más a la mano es la de crear programas sostenibles que nos liberen de la dependencia externa, en rubros que fueron abandonados o echados de lado, precisamente en tiempos de bonanza petrolera. Pero necesitamos líderes que nos digan por dónde salir, qué hay que hacer.

La pandemia, la crisis económica, la guerra, la inflación en Estados Unidos, la dependencia financiera de los multilaterales, los costes de la transportación internacional o el más que discreto crecimiento de nuestra economía, gravitan sobre nuestro mercado interno. Son algunos factores llamados a permanecer en el tiempo. La inflación destruye los ahorros de la población, lo que redunda en un aumento de la pobreza y la pobreza extrema.

Los planes hechos ‘a priori’ no siempre salen como se espera, menos si se dispara la inflación, una tragedia que siempre afecta a los más débiles. No vivimos en una campana de cristal, aunque las ilusiones de los precios del petróleo nos emboben. Hay que poner nuestras barbas en remojo lo más pronto posible.

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