La Corte Constitucional es el villano

Daniel Márquez Soares

Es fácil deducir lo que un presidente de la República con algo de dignidad, civismo y respeto por su misión de comandar el Estado hubiese hecho ante las actuaciones recientes de la Corte Constitucional. Por un lado, la corte se arrogó el derecho de definir qué es ‘urgente’; algo que según el artículo 140 de la Constitución le corresponde al presidente. Peor aun, se autodenominó defensora del sistema de pesos y contrapesos, suplente de la Asamblea, cuando, por mucho que duela, la ciudadanía aceptó en 2008 el absurdo de la ‘muerte cruzada’ y de un presidente gobernando vía decreto-ley, sin oposición ni más límite que las inconstitucionalidades. En cuanto a la consulta popular del ITT, la Constitución permite a la ciudadanía consultas sobre “cualquier asunto”, para después, en franca contradicción, decir que estas no pueden referirse a asuntos de tributos o “político-administrativos”. Semejante disparate bastaría para abstenerse de autorizar iniciativas de ese tipo mientras no se remedie, o en última instancia, ¿qué puede resultar más referente a tributos o político-administrativo que desbaratar de un plumazo el flujo de divisas, la base energética, la producción petrolera y el presupuesto del Estado?

Ante semejante atropello y osadía, un presidente que se respetara a sí mismo y a sus compatriotas no hubiese tenido problema en desconocer a la Corte Constitucional, destituir a los jueces, inducirlos a retractarse por persuasivas vías tras bastidores, reemplazarlos por los siguientes mejores puntuados, apelar a las tanquetas o cualquier otra de esas prácticas que eran habituales cuando todavía quedaba algo de sentido común. Ante las acusaciones de que estábamos ante un golpe de Estado, la respuesta oportuna hubiese sido “¡por fin!”, como la de quien por fin despierta de una mala alucinación. Pero ahora, entre mandatarios incompetentes y líderes pusilánimes, la ciudadanía ha aceptado vivir bajo la dictadura teocrática de la Corte Constitucional.

La única pregunta pertinente al momento de votar en estas próximas elecciones es quién puede poner fin al esperpento de orden constitucional bajo el que vive el país o al menos acelerar su derrumbe. La fuente del problema es la Constitución y el villano supremo, su custodio, es la Corte Constitucional; todo el resto —crimen organizado, indigenismo fanático, ecologismo suicida, economía paralizada, clase política descompuesta, intrusión extranjera, etc.— no son más que emanaciones, producto de una línea de montaje perversa que seguirá operando mientras no se la elimine.

¿Cuál es la legitimidad de la Corte Constitucional? Son elegidos por una ‘comisión calificadora’ de secuaces en un proceso que no es más que una certificación de adoctrinamiento en el credo rector, y a sus miembros se les exige menos experiencia que la que tiene un joven futbolista profesional promedio o un capitán o cabo primero de la fuerza pública. Además, está establecido constitucionalmente que los miembros de ese mismo organismo que tanto defiende los pesos y contrapesos “no pueden ser enjuiciado políticamente ni removidos por quienes los designen”, que sus sentencias y autos son “definitivos e inapelables” y solo se pueden destituir, ¡ellos mismos! Es decir, los jueces no quieren descender al infierno del muñequeo político ni conquistar y defender su legitimidad en trifulcas mundanas —como solía ser antes—, pero tampoco quieren esperar a ser viejos, a sufrir esa definitiva carencia de energía y tiempo en este mundo que sirve como garantía de imparcialidad y objetividad —como suele ser en los países que le otorgan semejantes privilegios a los jueces de las más altas instancias—. Ni el Consejo de Guardianes de Irán —un organismo teocrático con el que guarda inmenso parecido— goza de tanta libertad y tantos incentivos a la impunidad como nuestra Corte Constitucional.

 Se supone, además, como garantía de ecuanimidad, que no pueden haber sido parte de la directiva de ningún partido o movimiento político en los últimos diez años. Resulta ridículo, en tanto defender una Constitución tan asfixiantemente ideologizada y excluyente como esta implica, necesariamente, una politización extrema. Asimismo, no hay problema en que hayan sido becarios de organizaciones internacionales vulgarmente adoctrinadoras, disciplinados burócratas que tuvieron a su cargo las tareas más intrusivas en el Estado en regímenes pasados, rabiosos activistas de causas polarizantes, o grandes amigos o protegidos, verdaderos asesores en el fuero íntimo, de políticos activos. Mientras no hayan sido de “la directiva”, no hay problema.

 A ellos les compete interpretarlo todo. Tanto la Constitución —porque hasta un mamotreto tan detallado requiere interpretación cuando está al servicio de la infinita sed de control de los fanáticos—, como de los tratados internacionales de derechos humanos, —que pueden llegar significar cualquier cosa al momento de cumplir su propósito de subyugar y debilitar a países menores—. Hasta el momento, nuestros jueces han demostrado facultades de interpretación propias no de juristas, sino de una casta sacerdotal sumergida en la inspiración que le insuflan las deidades de su credo.

Mucho se hablaba de ‘corte de lujo’, pero ni el mejor cocinero del mundo puede preparar un plato decente a partir de ingredientes podridos o venenosos. Mientras la Constitución de Montecristi siga vigente, la Corte Constitucional será la peor enemiga del país. Conforme el Estado se hunde más en la anarquía  a la que este orden constitucional lo condena, más protagonismo cobrará la corte, con un comportamiento cada vez más aguerrido, defensivo y recalcitrante, como una bestia acorralada. El futuro mandatario tiene que prepararse para ello.

La Corte Constitucional es el blanco perfecto contra el cual azuzar a la opinión pública, tal y como se hizo contra la mal llamada ‘partidocracia’ a inicios de este siglo. Además de ser el principal obstáculo que hay que derribar para reconstruir el orden, dicha institución adolece de la misma sofisticación pusilánime y artificial superioridad que tan odiosos hacían a los partidos de hace dos décadas. Así como esos políticos menores no pasaban de herederos poco dotados de los que levantaron el sistema de partidos en el retorno a la democracia, la Corte Constitucional no es más que el retoño de segunda categoría de la combativa generación que destruyó el Estado hace quince años. Merece el mismo destino.