La consulta de los suicidas

Daniel Márquez

En su magna obra sobre la guerra de Vietnam, el historiador militar Max Hastings incluye una máxima muy útil en política: “A la hora de juzgar un movimiento político, parece razonable preguntarse no tanto si es capitalista, comunista o fascista como si resulta esencialmente humano. Un comentario atribuido a Giap da respuesta a esta pregunta, en lo que respectaba al Vietminh: ‘cada minuto, cientos de miles de personas mueren en este planeta. La vida o la muerte de un centenar, de un millar, de decenas de miles de seres humanos, incluso de nuestros compatriotas, tiene poca importancia’”.

Pocas causas son tan populares hoy como la aversión hacia la especie humana y toda su creación. Esa pulsión tanática es lo que en el fondo une a ambientalistas, marxistas culturales, materialistas depresivos, nihilistas discípulos de Yuval Harari y demás gremios autodestructivos. Toda la saga humana, que antes se denominaba ‘progreso’ o ‘civilización’ y se estudiaba con respeto, orgullo y admiración, hoy es vista como la crónica de un crimen global o del avance de una plaga destructora. Desde hace décadas, bajo la máscara ecologista, se adoctrina a las nuevas generaciones en que los seres humanos no somos reflejo de ninguna divinidad, que no hemos ordenado un mundo hostil y que no hemos engendrado belleza, sino que somos apenas un primate al que un accidente evolutivo dotó de algo llamado ‘conciencia’, cuya principal virtud es ser capaz de mentir, y que todo eso dio paso a una tragedia llamada ‘Antropoceno’. Como bajo esa óptica ni el ser humano ni la divinidad son ya la medida última de las cosas, se torna necesario abrazar, como absolutos, valores absurdos como ‘biodiversidad’ o ‘conservación’, reñidos en su esencia con la dinámica misma de la biología y de la evolución, campos de los que supuestamente se nutren los ambientalistas. Necesitan convencernos de que ya no está bien aspirar al nivel de bienestar de Occidente o de los Tigres Asiáticos, sino que nuestro nuevo referente debe ser… ¡Costa Rica! Patético.

Hay dos hechos irrefutables que como sociedad debemos asumir. El primero es que todo lo que llamamos  “desarrollo” requiere energía: alimentación, construcción, vestimenta, movilización, arte, entretenimiento, etc. El segundo es que todavía no hay fuente de energía capaz, ni de cerca, de reemplazar a los combustibles fósiles y no parece que vaya a surgir pronto; e incluso si lo hiciera, la transición sería lenta. Por ello, para un país con tanto por hacer todavía como Ecuador, abjurar de los combustibles fósiles implica abrazar la pobreza con todos sus manjares —justo lo que todos esos credos necrófilos anhelan—.

Tras tantas décadas de cuidadoso lavado de cerebro, es extremadamente probable que la idea suicida de dejar el petróleo del ITT en el subsuelo tenga éxito. A la larga, el proyecto de la propia Constitución de Montecristi es hacer del Ecuador una mezcla de plantación, parque turístico, museo etnográfico viviente y residencia de jubilados, eternamente dependiente de la caridad de lxs empaticxs e incluyentes ciudadanxs del mundo próspero. Sin embargo no todo está perdido.

Primero, hay que confiar en que todas esas propuestas absurdas se estrellen con su peor enemigo de siempre: la realidad. Desmontar la producción del ITT —al igual que la supuesta ‘transición energética’— es una pesadilla logística, legal y financiera que, justo por ello, terminará siendo imposible. Segundo, esas escuelas de pensamiento que hoy nos atormentan cargan dentro de sí el germen de su propia destrucción. La historia humana demuestra que todos los credos enemigos del florecimiento de la especie —de los cuales ha habido muchísimos— tarde o temprano entran en un espiral de descomposición y autoaniquilamiento. Estas ideologías llevan apenas medio siglo entre nosotros y no tardarán en seguir el mismo camino. Simplemente hay que esperar, y no dejar que nos arrastren con ellas.