El espíritu navideño

Franklin Barriga López

Qué bien suena el nombre de esta celebración frente al remolino de odio, delincuencia y destrucción que envuelve a varias latitudes.

Invocar a la paz, en mitad de la violencia, es un llamado a la concordia, desarrollo, racionalidad de la especie, a  un futuro de sosiego y trabajo solidario, por más que repetidamente se escuche y aplique aquella sentencia que no han podido borrar los siglos: “homo homini lupus”.

La fecha genera evocaciones de dulcedumbres y, en contraste, también de pena. En la mente reaparecen los navíos de la niñez, impulsados por el viento de las rememoraciones agradables. Horas, amparadas por la emoción del villancico y el calor de hogar, que jamás desaparecen de la memoria. Toda persona lleva su lumbre -que no se apaga- en el lugar más selecto del alma, cuando recuerda los días de la infancia. Navidad es la fiesta de los niños, de las remembranzas para los adultos.

Sugiere, la oportunidad, un paisaje rodeado por frío que congela, mientras de la casa de los mayores, por la chimenea, sale el humo blanco de la fragua hogareña, llevando el mensaje que penetra muy hondo, que se vuelve aliciente y escudo en la adultez, a fin de vencer las tempestades existenciales.

El espíritu navideño –de enorme pedagogía social- debe prevalecer siempre, para que la vida del ser humano se oriente, de manera constante, por ideas y acciones solidarias, hacia el bienestar, realización,  fraternidad, como sugiere la Estrella de Belén, desde hace milenios.

En la Navidad, en buena hora, se perfilan sentimientos gratos, de júbilo, hilaridad inclusive, no obstante subyace inexplicable melancolía. Es la memoria por los que fallecieron y estuvieron cercanos a nosotros, en la residencia de familia, a quienes se añora con gratitud y afecto imperecederos; por eso, aquel aire de congoja que en nuestro interior nos estremece en silencio, en medio de la alegría circundante.