Cincuenta años

Francisco Escandón Guevara

Medio siglo es insuficiente para curar las heridas de Chile.

Desde la victoria electoral presidencial de Salvador Allende, en 1970, las élites chilenas y el imperialismo norteamericano promovieron el boicot y el sabotaje para impedir la nacionalización de los sectores estratégicos, la reforma agraria, la estatización de la banca, etc., impulsadas por el Gobierno electo.

Lejos de desestabilizarlo, el poder electoral de Allende y sus aliados se incrementó. El siguiente paso fue el golpe: la democracia liberal suprimida, miles de torturados, desaparecidos y asesinados, todas las libertades proscritas y la sociedad oprimida por la violencia militar y policial.

Quienes pretenden justificar esa bestialidad, so pretexto de librar a Latinoamérica del fantasma del socialismo que en Chile habría inaugurado su ascenso por la vía electoral, lo hacen, sinrazón, en nombre de la impunidad y en exaltación al fascismo.

La utopía de Allende de rebasar el capitalismo hacia una nueva sociedad fue aniquilada por los dueños del poder. Queda claro que ganar el Gobierno es diferente a dirigir el Estado o controlar las Fuerzas Armadas y la Policía; las élites defenderán sus intereses para resguardar el despotismo de acaparar monopólicamente las riquezas producidas por millones de trabajadores. Hace falta más que votos para cambiar cualquier país.

La herencia de la dictadura está vigente, no concluyó con el referéndum de 1988: el neoliberalismo impuesto por la autoridad de las armas está de pie, la Constitución pinochetista se conserva más allá de los intentos por reemplazarla y la impunidad sigue rampante. Los gobiernos que sucedieron al período del golpe (la concertación, los demócratas cristianos y hasta los ‘neo socialistas’) poco hicieron para sanar las fracturas de una sociedad traumatizada por el despiadado absolutismo.

El luto continúa, en Chile no habrá paz, ni futuro, mientras esté ausente la justicia.