Los adalides de los derechos humanos no son santos

Daniel Márquez Soares

Quienes hoy viven y lucran de la defensa de los derechos humanos suelen autoadjudicarse los avances civilizatorios que ha tenido la humanidad. Según ese discurso, sin ellos el mundo seguiría siendo un lugar tiránico y cruel, de escasas libertades. Vale recordar que la Declaración Universal de los Derechos Humanos data apenas de 1948, y que el bullicio protagonizado por estas organizaciones recién comenzó hacia los años setenta del siglo pasado. Sin embargo, gran parte del sistema de derechos y libertades que han permitido el progreso humano ya estaban bien establecidos en la Revolución Inglesa (hacia fines del siglo XVII) y en la Revolución Americana (fines del XVIII). La gran revolución humanitaria que experimentó la humanidad, que puso fin a la esclavitud o al uso generalizado de la tortura, se produjo ya en el siglo XIX. Las principales conquistas laborales se dieron entre finales del XIX e inicios del XX, empujadas irónicamente principalmente por las iglesias y por las ideologías totalitarias —fascistas y comunistas—. ¿Por qué, entonces, los defensores de ese credo tan reciente de los ‘derechos humanos’ quieren llevarse el crédito de todo progreso?

Las organizaciones de derechos humanos fueron un actor más de la Guerra Fría. Todas obedecían a sectores específicos e incluso en Ecuador se las puede fácilmente clasificar en función de ello. Unas respondían a sectores marxistas y su principal función era hostigar a los gobiernos de derecha, aunque jamás decían una sola palabra sobre los abusos de Cuba. Otras dependían de los sectores demócratas norteamericanos y se dedicaban a difundir la agenda de ese partido en el continente. Unas últimas pertenecían a organizaciones religiosas protestantes y su función era debilitar a los regímenes conservadores de la religión que obstaculizaban la expansión de su credo. Por supuesto, todas construían, en base a abultados fondos, extensas agendas clientelares en el país, con rebaños enteros de políticos, intelectuales y activistas a su servicio.

En el caso del Ecuador, las organizaciones de derechos humanos fueron determinantes al momento de debilitar, desintegrar y reemplazar al Estado. El sistema inaugurado en 1978 nunca fue del agrado de estas entidades, así que desde un inicio se dedicaron a sabotearlo. Para ello, fue fundamental crear el mito de un Estado represor —que en el Ecuador nunca existió—. Al establecer la mentirosa ilusión de un Estado violento, cualquier violencia antiestatal se tornaba legítima y todo criminal era una víctima. Ese fue el proceso que vivió el país. Muchos de los principales agitadores que se tornarían famosos décadas después por sus lazos con las narcoguerrilla colombiana, fueron incubados en el movimiento de los derechos humanos de los noventa. Igualmente, varios narcotraficantes, tanto asesinos de la frontera norte como capos urbanos, serían defendidos por víctimas por dichas organizaciones. La propia Comisión Internacional de Derechos Humanos, con sus agentes locales, empujaría al Estado ecuatoriano a claudicar en más de una ocasión, en términos absolutamente humillantes, en acuerdos amistosos que implicaban dinero y rendición.

El triunfo final de esos organismos fue la creación misma de la República de Montecristi, cuyo diseño mismo consiste en una suerte de conquista gremial, una garantía permanente de trabajo y protagonismo para todos quienes trabajan en derechos humanos. La emasculación conquistadora del Estado continuó inmediatamente con todo el trabajo de la Comisión de la Verdad, que implicó el desmantelamiento de muchos de los más selectos grupos de las fuerzas de seguridad del Estado y la persecución judicial de sus miembros; todo esto en nombre de la lucha contra aquello que estas organizaciones más temen y combaten: un Estado fuerte. Hoy, por ejemplo, todos hablan de Fabricio Colón Pico como enemigo público, pero ya nadie recuerda cuando, hace más de una década, fue cobijado y manejado por organizaciones de derechos humanos en su ofensiva contra el Grupo de Apoyo Operacional de la Policía.

Ese patrón de debilitar el Estado y proteger a sus enemigos no ha cesado. Durante las revueltas de junio de 2020, organismos de derechos humanos fueron de los principales apologetas de la violencia callejera e incluso del vil asesinato que se dio en el Coca. Una comisión de pacificación de las cárceles integrada por ilustres miembros de dichos organismos, durante el gobierno del expresidente Guillermo Lasso, no arrojó resultado alguno, pero trascendieron amplios materiales sobre la profunda amistad que unía a una de sus integrantes con varios de los más siniestros cabecillas de las bandas —la llamaban cariñosamente ‘madrina’—. No pudieron evitar el estallido de violencia en las calles ni las subsiguientes matanzas carcelarias.

Desde su inicio, hasta hoy, las organizaciones de derechos humanos han sido actores políticos y deben ser abordados y analizados como tales. No está bien otorgarle un aura de santidad a quienes, como todos, persiguen la conquista del poder y la transformación del Estado.